De la escasez a la abundancia: el mar como fuente de prosperidad

La Reforma: Un modelo de resiliencia y esperanza

En el corazón de la Bahía Santa María, un grupo de mujeres pescadoras rompe barreras de género y lidera un proyecto de ostricultura sostenible que no solo genera ingresos, sino que también revitaliza uno de los humedales más importantes del Golfo de California, amenazado por la contaminación y la violencia.

Por Raquel Zapien

Todavía no amanece. En la orilla del mar, seis mujeres esperan con el agua a la cintura. Suben a la panga y se adentran en la bahía Santa María en Angostura, Sinaloa. Ahí, con cepillos en mano, limpian las bolsas donde crecen ostiones para que la arena no tape los agujeros y así puedan alimentarse. Solo se escucha el roce del cepillo contra la malla. Una y otra vez. Así todos los días. Hasta que las larvas crezcan con el vaivén de las mareas y requieran menos cuidados. Mientras tanto, algunas noches acamparán junto a las crías y al murmullo del suave oleaje.

Ellas integran la Cooperativa Leonor Cuadras Cuadras, la primera conformada únicamente por mujeres en el pueblo pesquero de La Reforma, a menos de una hora de Culiacán: Magdalena Burgos Cuadras, Nora Celma González García, María Evelia Sauceda Sánchez, Carmen Alicia y Teresita de Jesús Camacho Camacho.

Hasta hace apenas dos años, a ellas no se les permitía formar parte de las cooperativas. Podían acompañar a sus esposos en la captura de camarón o salir solas, sin respaldo, pero no figuraban como socias ni tenían voz en las decisiones. Hoy cultivan ostiones no solo para generar ingresos durante las vedas, cuando el camarón y la jaiba dejan de dar sustento, sino también para limpiar la Bahía Santa María, un humedal vital del Golfo de California amenazado por la contaminación y la sobrepesca.

La Reforma

En el amanecer sobre Bahía Santa María, Sinaloa, el mar en calma enmarca la zona ostrícola de la Isla "El Espíritu", donde se observan las líneas con sacos de ostión suspendidos. Este lugar, parte del puerto de La Reforma—históricamente vibrante por su actividad pesquera—hoy refleja una menor afluencia y un aire de desolación, consecuencia de los episodios de violencia que han impactado la región.
Foto: Ramón Eduardo Hernández Montoya

Eligieron llamarse Leonor Cuadras Cuadras, en honor a una pescadora que salió al mar en tiempos en que a las mujeres se les cerraban las puertas. “Mi mamá y mis tías eran pescadoras. En ese entonces no las querían en las cooperativas porque eran mujeres, pero sí trabajaban igual que un hombre”, recuerda Magdalena Burgos Cuadras, presidenta de la organización. Nombrar a la cooperativa como su madre fue un acto de reconocimiento. Un homenaje a quien, al adelantarse en un oficio bloqueado para ellas, abrió el camino a las siguientes generaciones.

A fuerza de hornear y vender cientos de coricos, panelas y bizcotelas, lograron reunir los catorce mil pesos que el notario les cobró para formalizar la constitución de la cooperativa. Las tradicionales galletitas sinaloenses, vendidas a diez pesos por bolsa, se convirtieron en el motor de una causa colectiva.

Pero ¿cómo llegaron a este punto? Durante años, la comunidad de La Reforma comenzó a renovarse a sí misma mediante talleres de liderazgo, gestión ambiental y emprendimiento. Cerca de 80 hombres y mujeres pasaron por esas capacitaciones impulsadas por la organización Sociedad en Acción de Sinaloa (Sucede), que desde hace ocho años trabaja en la zona con una estrategia de intervención social y ambiental. En una localidad de apenas 6 mil 600 habitantes, casi una cuarta parte (mil 800) participó en esas dinámicas que abordaban no solo la conservación de la bahía, sino también el bienestar, la equidad y la justicia social.

La Reforma

El equipo de Sociedad en Acción de Sinaloa (Sucede), organización dedicada a la restauración de la Bahía Santa María, trabaja para mejorar las condiciones ambientales y apoyar a las comunidades pesqueras locales. De izquierda a derecha: Alejandra Valenzuela, Ramón Eduardo Hernández Montoya, María Guadalupe López Gutiérrez, Isabel Mendoza, Areli Coronado y Víctor Manuel Meza Castro.
Foto: Eunice Adorno

Fue en ese terreno donde germinó la idea de formar una cooperativa de ostricultura. “A las mujeres no les querían dar oportunidades; entonces nosotros nos metimos a Sucede”, relata Magdalena, más conocida como Chita Burgos. “Nos metimos a un curso de reconciliación y perdón; ya de ahí nos juntamos todas y tuvimos esa “espinita” de sacar una cooperativa, con equidad de género”. La asociación les ofreció asesoría legal, mientras que la empresa Santa María Sea Food las capacitó en el cultivo de ostiones.

El trabajo comunitario fue, en realidad, el primer paso hacia el cambio. En 2023 recibieron el acta constitutiva y comenzaron su primera siembra: 3,5 millones de ostiones que cuidaron hasta que maduraran para Santa María Sea Food. La compañía les entregó larvas, las capacitó y les pagó cincuenta centavos por cada ostra. Más que un ingreso, aquella experiencia les dio confianza porque comprobaron que podían producir a gran escala y sostener su propio proyecto.

La cooperativa Leonor Cuadras Cuadras pone en práctica algunos de los pilares propuestos dentro de las Áreas de Prosperidad Marina (APpMs): organizó su economía en torno al ostión; generó fuentes de empleo durante las vedas de camarón y jaiba, las principales pesquerías ribereñas de la localidad, y al mismo tiempo contribuyó a regenerar el humedal.

En 2024 sembraron otro millón de semillas de ostión en el área de cultivo instalada en la Isla Espíritu. No lo hicieron para venderlo, sino como parte de una estrategia complementaria de restauración. Estos moluscos filtradores, al crecer, ayudan a limpiar el agua de la bahía para favorecer el desarrollo de otras especies y hacerla más productiva, con la vista puesta en el futuro. “Eso es lo que queremos nosotros: ayudar al medio ambiente y a las aguas a que estén más limpias”, dice Chita Burgos.

La Reforma

Entre los manglares de la Isla "El Espíritu", en Bahía Santa María, Sinaloa, se alza el letrero de la Cooperativa Ostrícola Leonor Cuadras Cuadras, la primera conformada exclusivamente por mujeres pescadoras en el estado. A un lado se encuentra la pequeña panga Ángela, utilizada para recorrer las líneas de cultivo de ostión, reflejo del compromiso de estas mujeres con la ostricultura sostenible y la conservación de su entorno.
Foto: Ramón Eduardo Hernández Montoya

Lo saben: la comunidad depende de la bahía para sobrevivir. Y la bahía depende de la comunidad para conservar sus manglares, islas, islotes, dunas y lagunas costeras, que se extienden por 67 mil hectáreas en los municipios de Navolato, Angostura y Guasave.

En La Reforma, un pueblo que vive principalmente de la pesca, las integrantes de la Cooperativa Leonor Cuadras Cuadras marcan el rumbo de la conservación. En apenas seis años, pasaron de no ser tomadas en cuenta a liderar el cuidado de la Bahía Santa María, declarada área natural protegida en agosto de 2001.

Un golpe al corazón de la gente y la bahía

En agosto de 2025, las mujeres de la cooperativa volvieron a batir harina de maíz y de trigo, como lo hacían sus madres y abuelas, para hornear galletas y empanadas, al no haber trabajo ni en tierra ni en mar. El camarón estaba en veda y la captura de jaiba apenas deja algo; el precio lleva años estancado, pero el diésel no ha dejado de subir.

Ellas y su comunidad buscan formas de subsistir en un contexto marcado por la inseguridad, que impide subirse a una lancha o incluso caminar por las calles sin miedo. Desde que la violencia asociada al narcotráfico estalló en Sinaloa, en septiembre de 2024, todo cambió. Balaceras, desapariciones, secuestros... En La Reforma, las familias saben que cualquier jornada puede interrumpirse por un nuevo hecho de violencia y que la vida cotidiana depende de que “la situación se calme”.

Por eso, en los últimos dos meses tampoco han regresado al campo ostrícola para trabajar; los ostiones se han quedado solos.

Los inversionistas interesados en contratar a la cooperativa tampoco han vuelto; están esperando que las condiciones de seguridad mejoren para retomar el trato comercial y que la producción continúe.

En medio de esta incertidumbre, las mujeres se aferran a lo que tienen: sus manos, sus recetas, su comunidad. Los tamales se suman a la lista de actividades en busca de ingresos extra. "Somos unas guerreras", dice Chita Burgos entre risas, aunque lo dice en serio.

Ella y sus compañeras no pierden la esperanza de que la violencia ceda a los reclamos de paz y que pronto puedan reincorporarse a la pesca de pequeña escala, que a nivel mundial emplea al 90% de las mujeres del sector pesquero, de acuerdo con una investigación publicada en la revista Nature.

Mientras llega ese momento, tratan de adaptarse y de mantener una actitud positiva, sobre todo después de que el pasado 26 de agosto recibieron su propia lancha de motor a través de un programa estatal de apoyo que cubre la mitad del costo. La cooperativa pagó 140 mil pesos que obtuvo de su primera venta de ostión.

Sus pasos, uno tras otro, han ido tejiendo los pilares que sostienen las Áreas de Prosperidad Marina. Primero, la participación comunitaria a través de talleres, organización y autonomía para alzar la voz y decidir. Después, el desarrollo de capacidades y de gobernanza, con capacitaciones, respaldo legal y alianzas que les dieron fuerza. Y aunque falta camino por recorrer, como consolidar marcos claros de gobernanza local, mecanismos para resolver conflictos e infraestructura para diversificar ingresos (como con el ecoturismo), ellas ya comenzaron a escribir otra historia: una en la que el futuro de la bahía y el de la comunidad laten al mismo ritmo.

El otro latido de la bahía

En las aguas de la bahía Santa María también navegan otras esperanzas: pangas que no van a pescar camarón, sino a mostrar aves, islas y tortugas marinas, como si en cada especie hubiera un recordatorio de lo que aún queda por cuidar.

La Reforma es reconocida por tener el campo pesquero más grande de México y por distribuir camarones azules, los de mayor valor comercial. Pero cuando las vedas de camarón y la jaiba coinciden, la bahía queda casi en silencio: las pangas escasean y el trabajo se reduce al mínimo. Fue entonces cuando Adalberto García Domínguez y un grupo de hombres y mujeres decidieron abrir otra puerta: una cooperativa de ecoturismo y pesca deportiva que ofrece paseos por la Bahía Santa María, sitio de alimentación y descanso de más de 500 mil aves playeras y de miles de aves acuáticas.

La Reforma

El malecón de La Reforma, engalanado con una escultura de ave, celebra la riqueza ornitológica de la Bahía Santa María. Esta región, hogar de miles de aves migratorias, presenta un vasto potencial para el ecoturismo sostenible.
Foto: Eunice Adorno

La llamaron Brianta del Pacífico, en honor a la barnacla canadiense, ese ganso migratorio que todos los inviernos llega desde Canadá y que, en popularidad, compite con el bobo de patas azules, especie nativa que eligió estas islas como una de sus tres áreas de anidación en el mundo. En ella participan ocho mujeres y 16 hombres de la comunidad.

Desde su lancha, Adalberto comparte lo que sabe sobre las aves, habla del valor del Área de Protección de Flora y Fauna Islas del Golfo de California y comparte sus propias vivencias en la conservación de las tortugas marinas.

De ellas habla con un respeto especial. “Han cruzado muchos, infinidad de miles de problemas”, dice. “Entonces, siento que estamos identificados con ellas. Yo me he puesto a pensar qué tanto han visto esos animales en el mar, qué es lo que miran que nosotros no hemos visto. Me llaman mucho la atención y las admiro por ser guerreras en el ecosistema. Nosotros tenemos que aprender de ellas”.

El pescador de La Reforma forma parte de la Red de Monitoreo de Tortugas Marinas del Grupo Tortuguero de las Californias y de la Red Tortuguera de Sinaloa (Retos), esfuerzos de conservación que recopilan datos sobre migración, anidación y amenazas para proteger a estas especies. Con el apoyo del Centro Interdisciplinario de Investigación para el Desarrollo Integral Regional (CIDIIR), la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y Sucede, aprendió a colocar placas y transmisores satelitales en las tortugas que entran a la bahía a alimentarse, además de medir sus caparazones y entregar los registros a la comunidad científica.

La Reforma

Un pescador de La Reforma repara sus redes. La inactividad en la Bahía Santa María, marcada por la veda y la inseguridad, obliga a muchos a la espera en tierra firme antes de poder regresar al mar.
Foto: Eunice Adorno

Ese mismo compromiso lo lleva a las aulas. En las escuelas primarias de la comunidad, Adalberto se sienta frente a niñas y niños para contarles lo que ha aprendido del mar, mientras que las mujeres de la cooperativa y los jóvenes voluntarios suman sus voces en programas de educación ambiental. Así, poco a poco, cada generación comienza a ver la bahía como un lugar de trabajo y como un territorio donde la prosperidad depende de cuidar lo que les da vida.

Brianta del Pacífico recuerda que el mar da trabajo y también enseña. Cada paseo, cada tortuga marcada y cada ave nombrada son lecciones que la comunidad convierte en fuerza colectiva. En La Reforma lo saben: el futuro no depende de lo que se pesca o se cultiva, sino de cuidar lo que hace posible la vida en la bahía. Y en ese vaivén, entre ostiones, aves y tortugas, la comunidad ha encontrado un embrión que la mantiene a flote.

Comca'ac: Donde la sabiduría ancestral custodia el desierto y el mar

Desde Punta Chueca, en la costa sonorense, un pueblo que estuvo al borde de la extinción, se ha convertido en un referente de cómo la sabiduría ancestral, la ciencia contemporánea y las organizaciones civiles pueden unirse para proteger el territorio y reconstruir la relación entre el mar y quienes lo habitan.

Por Iván Carrillo

Las palabras resultan ininteligibles, pero el canto es melodioso, profundo. Valentina Torres Molina lo resguarda como parte de una tradición que se niega a extinguirse. En Punta Chueca, Sonora, la arena se funde con el horizonte marino y el aire quema sobre las piedras. En verano, el termómetro supera los 40 grados. En el horizonte emerge la Isla Tiburón, la más grande de México, territorio Comca'ac desde antes de que existieran registros escritos.

Punta Chueca

Valentina Torres observa la Isla Tiburón, la más grande de México y parte del territorio de la comunidad Comca'ac. La isla es un pilar geográfico y cultural para este pueblo.
Foto: Eunice Adorno

La voz de Valentina tiene un ritmo antiguo. Narra la travesía de un hombre que se enfrenta a las corrientes marinas e invoca la palabra para calmar el viento y regresar a salvo a casa. El origen del relato se pierde en el pasado de este pueblo anfibio, nómada del desierto y pescador por destino. Valentina viste de negro. Un velo cubre su cabeza. Sus ojos, oscuros y serenos, miran fijo. Habla sin prisa. Representa a la mujer, la resistencia y la memoria. Sus palabras evocan el tiempo en que un tsunami convirtió a los gigantes en todos los seres vivos actuales. Así comenzó su gente, dice.

La historia de los Comca'ac o seris está moldeada por el calor y la escasez del desierto. Su relación con el territorio no fue de dominio, sino de entendimiento. Ese legado —la lengua, los cantos, la herbolaria, la astronomía, el conocimiento de las mareas y los ciclos del mar— constituye hoy el eje de su supervivencia. Es el punto donde el conocimiento ancestral dialoga con el occidental para reinventar la conservación.

Pero la resistencia tiene su costo. Los Comca'ac enfrentan hoy un paisaje de amenazas: pesquerías colapsadas, turismo descontrolado, contaminación, pérdida de la lengua y de los vínculos con su propio territorio. A la pobreza y al olvido se suman décadas de abandono institucional.

Pero incluso en el desamparo, el canto de Valentina persiste: su voz une pasado y presente, una advertencia de que la conservación no se decreta.

Ciencia y prosperidad

El Panel Intergubernamental de Cambio Climático (IPCC) reconoce que el conocimiento indígena y local es fundamental para la adaptación al cambio climático y el desarrollo resiliente. Esa premisa se refleja en experiencias de conservación que combinan la ciencia con los saberes heredados de las comunidades costeras, situando a las personas en el centro de la gestión ambiental.

Punta Chueca podría sumarse a esa corriente. Los esfuerzos por integrar el conocimiento Comca'ac con la ciencia moderna apuntan al mismo horizonte que inspira el concepto de Áreas de Prosperidad Marina: territorios donde la conservación se convierte en una herramienta de desarrollo.

“Nosotros hemos sido conservacionistas antes de saberlo”, dice Aaron Asael Barnett, joven líder de la comunidad. “Nuestros abuelos ya eran naturalistas y practicaban, de forma inconsciente, esta filosofía de tomar solo lo necesario”.

Punta Chueca

El paisaje desértico se encuentra con el mar en el territorio Comca'ac, ilustrando la singularidad de este "pueblo anfibio" cuya cultura se ha forjado entre ambos ecosistemas.
Foto: Iván Carrillo

La historia Comca'ac está hecha de resistencia. Desde la llegada de los europeos, evangelizarlos resultó imposible: entre 1678 y 1772 se establecieron misiones que terminaron por ser abandonadas o destruidas. Los seris, como se les llamó entonces, rechazaron el sedentarismo, la agricultura y la ganadería, prácticas ajenas a su tradición y difíciles de sostener en un desierto árido.

La colonia y el siglo XIX fueron implacables: epidemias, campañas militares, deportaciones y mestizaje diezmaron a la población hasta que, en el siglo XX, apenas un grupo integrado por los remanentes de las comunidades originales mantuvo en pie la defensa de su autonomía cultural.

Luis Moreno, sociólogo y coordinador del programa de colaboración con comunidades indígenas del Centro de Estudios Culturales y Ecológicos de Bahía Kino de Prescott College, lo resume así: “La resistencia se debe a un conocimiento profundo del entorno, de la historia y del pasado, transmitido por los antepasados y los abuelos”. Lo confirman los líderes Comca'ac, quienes se asumen guardianes de un linaje milenario en el que lo ancestral y lo occidental no están en niveles distintos, sino que se complementan y caminan en el mismo plano.

Punta Chueca

Un líder de la comunidad Comca'ac muestra las líneas que se dibujan simbólicamente en el rostro durante las celebraciones del año nuevo, el Haaco Camaast. Este ritual ancestral conecta a la comunidad con su herencia cultural.
Foto: Iván Carrillo

Esa visión de continuidad entre tradición y modernidad se convirtió en el cimiento de los proyectos que surgirían después.

La memoria forjada en siglos de adversidad se ha renovado ante nuevas formas de amenaza. Los Comca'ac viven en una tensión constante entre el pasado que defienden y el presente que los arrincona. Las aguas que durante generaciones fueron fuente de vida comienzan a agotarse. Los pescadores del Canal del Infiernillo repiten con resignación que cada año capturan menos, con más esfuerzo. La pesquería de jaiba, alguna vez abundante, se ha desplomado y la sobreexplotación ha alterado el equilibrio del ecosistema.

La pesca ilegal y el furtivismo han minado los intentos de control. En la zona de exclusividad pesquera, operan barcos ajenos a la comunidad y las redes abandonadas, los residuos en los manglares y la basura acumulada en los esteros son testigos de una vigilancia insuficiente. Como advierte Humberto Romero, uno de los líderes de la comunidad, “el furtivismo es lo que hace disminuir muy rápidamente las poblaciones tanto en la tierra como en el fondo marino”. A ello se suma una realidad más amarga: el territorio Comca'ac, como otras regiones de México, ha sido atravesado por rachas de violencia, el narcotráfico y los conflictos con la pesca industrial. Escenarios en los que la supervivencia exige tanto resistencia como prudencia.

Y el cambio climático agrava todo. Las alteraciones en la temperatura del agua, la contaminación y la pérdida de biodiversidad afectan la base misma de la subsistencia. Pero la herida más profunda posiblemente está en la memoria. La pérdida acelerada de la lengua y del conocimiento tradicional amenaza con romper el tejido que une a las generaciones. Los ancianos temen que, si los jóvenes dejan de aprender los nombres de las especies y el conocimiento de las mareas, también se perderá la forma de entender y de cuidar su mundo.

Punta Chueca

La pesca es el principal pilar económico para los indígenas Comca'ac en Punta Chueca, generando ingresos familiares y comunitarios. Su subsistencia directa y el comercio local/regional dependen de la captura de especies como caracol púrpura, callo de hacha, tiburón, chano, jaiba, camarón, sierra y otros peces de escama.
Foto: Eunice Adorno

Las cifras globales dimensionan la gravedad: las tasas actuales de extinción son 114 veces mayores que las tasas naturales históricas de los vertebrados, según los cálculos más conservadores. Se estima que actualmente hay un declive en las reservas pesqueras: las tendencias preocupantes incluyen el aumento de la explotación insostenible de las reservas de peces, que pasó del 10% en 1974 al 35.4% en 2019, un proceso de pérdida que avanza de la mano con la erosión cultural.

La ciencia ha comprobado que la diversidad biológica y la lingüística están profundamente entrelazadas. Según un estudio publicado en 2015 titulado Endangered languages (Rogers y Campbell, 2015), hoy, una lengua se extingue cada tres o cuatro meses y más de 3.100 de las 6.901 lenguas vivas del planeta están en peligro. Cada idioma que se pierde borra una forma de nombrar y de entender la naturaleza.

En los últimos 500 años, se han extinguido al menos 73 géneros de vertebrados, cuando bajo condiciones naturales esto habría tomado unos 18 000 años.

De la resistencia a la acción

En las últimas décadas, la resistencia se transformó en conciencia y organización. La crisis ecológica del Canal del Infiernillo dejó de verse como una amenaza externa y pasó a ser una fractura interior. “El cambio de actitud nace de la propia gente mientras observa los cambios en el entorno en el que trabaja”, explica Gregory Smart, director asistente de operaciones del Centro de Estudios Culturales y Ecológicos de Bahía Kino de Prescott College.

Los pescadores fueron testigos directos de esa transformación. Pero la presión ecológica no fue la única alarma; los viejos empezaron a notar algo aún más profundo: la pérdida del conocimiento ancestral. Ese temor, de que los jóvenes dejaran de reconocer las plantas, los vientos o las estrellas, marcó el inicio de una nueva etapa liderada por una generación que creció escuchando las historias del desierto, pero también aprendiendo el lenguaje de la ciencia.

“Me siento orgulloso y también con un gran compromiso de ayudar a nuestra comunidad, a nuestro territorio, de buscar una forma de seguir protegiendo. De una manera que podamos conservar parte de nuestra cultura y del conocimiento ancestral”, dice Aaron.

Una transformación así no ocurre de la noche a la mañana. Lorayne Meltzer, directora ejecutiva del Centro de Estudios Culturales y Ecológicos de Bahía Kino de Prescott College, lo ha visto de cerca durante más de dos décadas. Sentada en su oficina, una habitación llena de referencias visuales a la biodiversidad de la zona y a los programas que ella lidera, recuerda que la comunidad “siempre tuvo el don, sabía a dónde quería ir, tenía el conocimiento, pero le faltaba el impulso de hacerlo en acción, de conectar el conocimiento tradicional con la acción”.

Es ahí donde las instituciones juegan su papel, insiste Meltzer, quien afirma que los procesos verdaderamente sostenibles “no se construyen en meses, sino en décadas”. Y eso, añade, es exactamente lo que ha ocurrido en Punta Chueca: una comunidad que pasó de la resistencia a la acción, sin perder su esencia. Un ejemplo es la Escuela Biocultural, una experiencia de aprendizaje que uniría generaciones.

La especie debe ser el jefe

La Escuela Biocultural nació en 1998, impulsada por la ecóloga cultural Laura Monti, el experto en conocimiento etnobiológico Gary Naveen y un grupo de ancianos de la comunidad, entre ellos Nacho Barnett. “Originalmente, era un proyecto para ecólogos”, recuerda Lorayne. “Donde mentores sabios, ancianos de la comunidad, trabajaban junto con biólogos o expertos occidentales”.

El propósito era unir dos lenguajes, el tradicional y el científico, para cuidar el territorio desde la cultura y con herramientas modernas. Con el tiempo, esa visión fue adoptada por las nuevas generaciones. “He aprendido a combinar técnicas de monitoreo de peces, moluscos, tortugas, aves, plantas y geología con el conocimiento tradicional que recibí de mis mayores”, dice Aaron.

Lo que ocurre en esta escuela biocultural es único. Las clases son caminatas por el desierto para identificar plantas, salidas al Canal del Infiernillo para observar corrientes y fauna, registros de datos de campo y sesiones de narración oral. Mentores como Humberto Romero enseñan botánica; René Montaño transmite historias, astronomía y lengua; Valentina Torres Molina rescata cantos tradicionales y artesanías. Es una pedagogía en la que el aprendizaje se entrelaza con el territorio.

“Hay que tratar a la montaña, las plantas y al mar como si fueran parte de tu propio ser”, dice Montaño. Romero lo sintetiza en una idea: “La especie debe ser el jefe, no la gente”.

Punta Chueca

René Montaño, líder Comca'ac y experto en botánica y astronomía, imparte clases en la Escuela Biocultural. Este proyecto integra el conocimiento ancestral con la ciencia contemporánea para la conservación del territorio.
Foto: Iván Carrillo

Los resultados son visibles. La Escuela Biocultural comenzó a formar una nueva generación de conservacionistas para monitorear aves, tortugas y plantas. Además, ha contribuido a preservar la lengua y las historias. En su versión más reciente, el aula reunió a 30 niñas, niños y jóvenes, quienes participaron en salidas de monitoreo con el Grupo Tortuguero de Punta Chueca, registrando 27 tortugas marinas en el Canal del Infiernillo.

Entre los rostros que acompañan este proceso está Crisol Méndez Medina, directora asistente de programas de conservación del Centro Prescott. Guerrerense, de profundos ojos claros, ha dedicado su vida a comprender las dinámicas de las comunidades pesqueras y a demostrar que la colaboración y la organización son fruto del trabajo conjunto de distintos actores. Para ella, no se trata de idealizar a las comunidades, sino de acompañarlas desde las instituciones para construir estructuras sólidas y sustentables.

“La comunidad es la base y el ingrediente clave, pero necesita del acompañamiento de otros actores: academia, ONG y gobierno, capaces de aportar datos, gestionar leyes y consolidar instrumentos de protección”, resume.

Medir el territorio con la memoria

Punta Chueca

Alissa López Barnett, joven Comca'ac, trabaja con grupos de saneamiento y ecológicos de su comunidad. Su conexión con la Isla Tiburón, la isla más grande de México (1,208 km²), es significativa; este territorio sagrado y cultural es manejado por los Seris en coordinación con autoridades federales desde su declaración como Reserva de la Biósfera y Área de Protección de Flora y Fauna en 1963.
Foto: Eunice Adorno

Los programas han demostrado que la conservación no es un discurso, sino una práctica que se puede contar, pesar y medir. Durante la temporada 2023–2024, esta colaboración se materializó en 13 proyectos comunitarios que involucraron a más de 150 miembros de la comunidad. La planificación fue rigurosa: se realizaron seis talleres con la participación de 72 integrantes para definir las prioridades de gestión del Sitio Ramsar Canal del Infiernillo.

La nueva generación ha aprendido a combinar tanto el saber del viento con los protocolos de monitoreo, el canto de las aves con las fichas científicas, el recuerdo con la medición. Hoy saben cuándo un molusco debe descansar y cuándo puede aprovecharse, y cómo las mareas y las estaciones se cruzan con los ritmos de las especies.

Otras iniciativas se dan a la par en la región. Por ejemplo, el Grupo Tortuguero de Punta Chueca, otra organización de la zona, realizó ocho monitoreos, con 27 registros de tortugas marinas, en el Canal del Infiernillo. Otros grupos, como Coijaac, completaron 52 censos de aves acuáticas en esteros y canales, integrando las observaciones de los ancianos con las herramientas de la biología moderna.

En Bahía de Kino, la recuperación de la Laguna La Cruz, Sitio Ramsar esencial para el equilibrio del ecosistema costero, avanza gracias al trabajo voluntario y organizado de un grupo de pescadores con una renovada conciencia ecológica. En los últimos años, se han impulsado 11 proyectos comunitarios orientados al manejo y la protección del humedal. Entre ellos destaca Padres Unidos, un grupo que ha realizado 24 limpiezas de litorales y costas, con el propósito de resguardar la laguna y fomentar la conciencia ambiental.

Punta Chueca

Integrantes de Padres Unidos de Bahía Kino visitan la Laguna de la Cruz, un humedal Ramsar esencial para la reproducción de aves, peces e invertebrados de importancia comercial. Este grupo comunitario se dedica a la conservación de la laguna y sus alrededores, enfocándose en la protección de la biodiversidad marina y la vegetación desértica circundante.
Foto: Eunice Adorno

Conocimiento ancestral y científico

En 2016 se publicó el estudio "The Importance of Indigenous Knowledge in Curbing the Loss of Language and Biodiversity" en la revista BioScience. No era un trabajo de gabinete, sino una crónica entre científicos y conocedores del desierto. El caso Comca'ac fue un ejemplo de cómo el conocimiento ancestral puede ser preciso y vasto.

Por primera vez, la terminología Cmiique Iitom —lengua de los Comca'ac—, se colocó al mismo nivel que la nomenclatura linneana. Jóvenes “paraecólogos” y ancianos participaron como coautores, escribiendo la ciencia con dos alfabetos: el académico y el ancestral. Topónimos como Tosni Iti Ihiiquet (donde los pelícanos tienen su descendencia) para Isla Rasa, confirmados por registros del siglo XIX, evidenciaron la exactitud del conocimiento indígena, incluso cuando las colonias de aves ya han desaparecido.

En otros casos, la mirada Comca'ac guió hallazgos inéditos: poblaciones silvestres de frijol tépari (haap) en rincones remotos de Isla Tiburón o grupos invernales de tortugas marinas que se creían que migraban fuera de la región.

Ese conocimiento ya está clasificado: 291 nombres Comca'ac para plantas y 264 para moluscos. El estudio también recuperó el valor simbólico del relato. Los cantos sobre criaturas marinas y reptiles mitológicos, narrados por mentores como René Montaño y las melodías que Valentina Torres asocia con cada especie, forman parte de un tejido donde la biología y la espiritualidad se confunden.

Punta Chueca

Helen López Barnett, Yaritza Torres y Alissa López Barnett son jóvenes Comca'ac que se vinculan activamente con programas ecológicos de su comunidad. Su participación es fundamental para la preservación y consolidación de los saberes ambientales, integrándolos con la sabiduría ancestral, garantizando así la continuidad cultural y ecológica de su pueblo.
Foto: Eunice Adorno

El conocimiento tradicional no solo acompaña, sino que a menudo antecede a la ciencia. Así ocurrió con la divergencia de iguanas espinosas entre islas, intuida por los Comca'ac y confirmada posteriormente mediante análisis genéticos. Incluso cuando los relatos y los datos científicos no coinciden, como en el caso del borrego cimarrón de Isla Tiburón, que los registros orales sitúan hace 1500 años, en contraste con la teoría de su introducción en 1975, lo que surge no es una contradicción, sino una nueva pregunta.

El artículo concluye con una advertencia que hoy parece un presagio: “La pérdida de lenguas indígenas es equivalente a la pérdida de bibliotecas enteras de conocimiento ecológico.”

Protección de territorios

En la década de 1930, los Comca'ac estuvieron al borde de la desaparición: su población se redujo a apenas 200 personas. Hoy, casi un siglo después, son poco más de 1,000. Esa recuperación demográfica camina de la mano de un proceso de reafirmación cultural y de protección territorial. Por ejemplo, en 1975, mediante decreto presidencial, se reconocieron los bienes comunales de Isla Tiburón y del Canal del Infiernillo, y el litoral de la isla se convirtió en zona de exclusividad pesquera.

Poco después se estableció la Zona de Reserva y Refugio de Aves Migratorias y de la Fauna Silvestre de las Islas del Golfo de California. En los años 90, Isla Tiburón y el ejido Desemboque fueron registrados como Unidades de Manejo Ambiental (UMA) por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales, donde destaca el programa de conservación del borrego cimarrón mediante práctica cinegética, con permisos que pueden alcanzar hasta 90 mil dólares por ejemplar.

Más recientemente, el área protegida de las Islas del Golfo de California fue reclasificada como Área de Protección de Flora y Fauna por la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) y en 2009 el Humedal Canal del Infiernillo y esteros del territorio Comca'ac fueron declarados Sitio Ramsar.

Entre decretos, certificaciones y figuras de protección, el territorio ha ido sumando reconocimientos legales que respaldan lo que sus celebraciones y rituales recuerdan cada año: que su vínculo con la tierra y el mar es tan antiguo como vigente.

Cada 30 de junio, cuando el sol se detiene sobre el horizonte y el paisaje se torna inmóvil por el calor, Punta Chueca y Desemboque celebran el Haaco camaast, el año nuevo Comca'ac. Es un ritual ancestral en el que las mujeres visten trajes multicolores, mientras que los hombres portan amuletos y se pintan el rostro con líneas de colores que atraviesan los pómulos. En el aire flota el aroma del caldo de tortuga, cuyo consumo está permitido aquí por tradición ancestral, y el dulzor del vino de pitaya, fruto que madura justo en esta temporada.

Punta Chueca

Mujeres Comca'ac, ataviadas con sus trajes de fiesta, participan en la celebración del Haaco Camaast, el año nuevo Comca'ac. Este ritual ancestral, que se celebra cada 30 de junio, reafirma el vínculo cultural y espiritual del pueblo con su territorio y sus tradiciones.
Foto: Iván Carrillo

Los cantos se transmiten a través de altavoces modernos. Las voces de mujeres mayores se expanden por el desierto y el mar, mientras los visitantes de Hermosillo o de Tucson escuchan atentos, buscando reconectar sus vidas urbanas con una espiritualidad que parece nunca haberse extinguido.

Al caer la noche, el viento sopla desde el Canal del Infiernillo y las voces se disuelven en el aire. Ahora es el grupo de rock Hamac Caziim (Fuego Divino) que habita el espacio sonoro, con los retumbos de la batería, los acordes distorsionados de las guitarras eléctricas y sus versos originales en Cmiique Iitom. Una atmósfera que evoca una cultura viva que se adapta a los tiempos actuales sin abandonar la tradición. El canto de Valentina vuelve entonces a mi memoria, milenario y vigente a la vez, con su relato de la travesía de un hombre que lucha contra las corrientes para regresar a casa. Una metáfora de este pueblo que ha aprendido a remar contra el olvido, a invocar la palabra y a volver, una y otra vez, a su origen.

Punta Chueca

Listones con los colores de la bandera de la nación Comca'ac (Seri) —rojo, blanco y azul— se exhiben como parte de la celebración del Haaco Camaast. El rojo simboliza fuerza y coraje; el blanco, pureza y espiritualidad; y el azul, el mar y el cielo. Celebrado entre el 30 de junio y el 1 de julio, este evento marca la llegada de las primeras lluvias al desierto de Sonora y un ciclo natural de abundancia. La tarde incluyó danzas, cantos y rituales de agradecimiento y fortalecimiento comunitario frente al mar, honrando el tiempo cíclico del desierto y la autonomía cultural Comca'ac.
Foto: Eunice Adorno


El Conchalito en resistencia, la apuesta de las Guardianas

Un colectivo de 12 mujeres en Baja California Sur ha transformado la defensa ambiental en un modelo de autogestión y empoderamiento, enfrentando estigmas y recuperando un ecosistema vital mediante el ecoturismo, la ostricultura y la restauración de manglares. Su lucha por el mar también es una batalla por su voz y su futuro.

Por Aminetth Sánchez

El Conchalito

Aracely Méndez forma parte de la cooperativa Guardianas del Conchalito, un grupo de mujeres dedicadas a proteger el manglar. Vigilan y denuncian actividades como la tala ilegal, la pesca furtiva y el uso del estero como basurero. Además, cultivan ostiones en jaulas tipo linterna colgadas en el agua, donde los moluscos crecen con nutrientes naturales mientras limpian el ecosistema. Este cultivo sustentable les permite generar ingresos locales y cuidar su entorno.
Foto: Eunice Adorno

—¡Ay corazón, es su bebé!— grita Martha García Juárez.

La panga se detiene. A unos metros, un delfín avanza despacio con una cría muerta pegada al hocico. Desde hace dos días, la hembra la arrastra sin soltarla. Otro delfín, probablemente el macho, la acompaña a un costado. El cuerpo del pequeño empieza a deshacerse, pero la madre insiste en cargarlo. No está claro qué lo mató.

En la embarcación, Martha y Araceli Méndez Márquez observan sorprendidas. Las dos forman parte de las Guardianas del Conchalito, un colectivo de 12 mujeres que vigila el estero, abre canales para restaurar el manglar, mantiene el primer vivero del estado, cultiva ostión y organiza recorridos de ecoturismo en La Paz, Baja California. Son defensoras de su territorio y amantes del mar, convencidas de que cuidarlo también es cuidarse a sí mismas y a su comunidad.

Se preguntan si deberían intervenir. Martha responde sin apartar la mirada del mar: “Lo está despidiendo”. La escena ocurre en la playa de Nayarit. Era solo un trayecto hacia el cultivo de ostión, pero se convirtió en un paréntesis inesperado: un recordatorio de la vida y la muerte en el mar que ellas mismas han aprendido a cuidar.

No sólo es el estero

Al principio, nadie las miraba con respeto. El mar, decían, era trabajo de hombres. En las pangas, las mujeres eran bienvenidas, aunque no para tomar decisiones.

Durante años se movieron en ese margen: acompañaban a los hombres, pescaban, comercializaban lo que salía del mar, fileteaban el pescado, pero no más. “Era normal para nosotras andar en las pangas”, dice Martha, coordinadora general de las Guardianas del Conchalito. “Yo, por ejemplo, me dedicaba a vender el producto. Sí, matamos, sí fileteamos, pero ya cuando empezamos a ser parte, a ser socias, ahí fue el problema”.

Las Guardianas del Conchalito

Miembros de Guardianas del Conchalito, un colectivo que ha restaurado el 70% del manglar del estero, preparan su lancha para una jornada de trabajo.
Foto: Eunice Adorno

Ese “problema” comenzó cuando en la Organización de Pescadores Rescantando la Ensenada (OPRE), la iniciativa que la comunidad del barrio El Manglito había formado para restaurar y manejar de manera sostenible la Ensenada de la Paz, quedaron cinco lugares disponibles y se los dieron a ellas.

Era su primer ingreso formal como socias y lo que parecía un reconocimiento pronto se convirtió en una batalla. Tenían cargos, asistían a las reuniones, firmaban actas y, aun así, no podían decidir. “No éramos escuchadas”, recuerda Martha. “Formábamos parte de la mesa directiva, ya teníamos cargos de titular y, aun así, no podíamos tomar decisiones”. Aquella exclusión se volvió una forma de violencia cotidiana; más de una pensó en abandonar.

En ese mismo tiempo apareció un frente que lo cambiaría todo: el estero El Conchalito. Ahí se concentraba la pesca ilegal de callo de hacha y por eso decidieron meterse. En 2017, las mujeres empezaron a recorrerlo, primero como parte de OPRE y después como un grupo propio.

La primera tarea concreta que asumieron fue la vigilancia. Rondas diarias para frenar la extracción clandestina en un sitio castigado por el azolve y los saqueos. Su presencia descolocaba. Ver a las mujeres con autoridad fue, para muchos, inaceptable. Hubo burlas, gritos y comentarios hirientes. “Nos gritaban: Tráiganos a su marido, váyanse a lavar los trastes, ¿qué están haciendo aquí?” cuenta Rosa María Gil, coordinadora del vivero de las Guardianas.

No era solo hostilidad verbal; el lugar estaba marcado por la violencia y el abandono. “Daba miedo estar aquí. Era muy sombrío, muy solo. Entraba mucha palomilla (pescadores) a drogarse en los manglares. Nos enfrentamos mucho a los ilegales”, describe Doña Rosa, como la conocen en El Manglito.

Las Guardianas del Conchalito

Martha Magdalena García Juárez, presidenta de la cooperativa Guardianas del Conchalito, lidera esfuerzos de vigilancia y denuncia para combatir la tala ilegal, la pesca furtiva y el uso del estero como basurero.
Foto: Eunice Adorno

Las Guardianas se quedaron a pesar del miedo, convencidas de que hacer presencia era una forma de defensa. Y esa constancia empezó a cambiarlo todo. “Ya haciendo presencia aquí, la Conanp (Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas) nos volteó a ver. Tenemos el “comanejo” del área y lo mantenemos limpio”, dice la coordinadora del vivero.

Lo que había comenzado como una tarea incómoda terminó por abrirles la puerta: la de ser reconocidas como actoras legítimas en la defensa y la restauración del estero.

El trabajo fue arduo y también transformador. Doña Rosa lo dice claro: “Yo antes era muy sumisa, hacía lo que mi esposo decía, no sabía lo que valía. Ahora no, ahora tanto vales tú como valgo yo. Antes, se reían mis hijos; decían que nada más íbamos a jugar a la lotería. Ahora nos ven en el Facebook y dicen: esa es mi mamá, estoy orgulloso”.

Martha lo resume con la misma convicción. “Yo soy Martha, no soy la esposa de mi compa Juanito ni la mamá de Andrea. Soy Martha. Ya nadie habla por nosotras; aprendimos a creérnosla y eso fue lo más complicado”.

El estero dejó de ser tierra de saqueo. La pesca ilegal retrocedió y, con ella, la idea de que las mujeres estaban destinadas a mirar desde la orilla. Las Guardianas se redescubrieron como protagonistas capaces de vigilar, decidir y sostener un territorio que durante años les habían negado.

Abrirle venas al mar

El agua regresa por donde puede. A veces necesita que alguien le abra una vena. En El Conchalito, Las Guardianas y un grupo de jóvenes voluntarios le entran a la tierra con pico y pala para que el mar vuelva a respirar. Daniela Bareño se pone un sombrero y dice: «Vamos a los canales». Tiene 35 años; es coordinadora de turismo y de educación ambiental de la organización. Camina rápido, habla igual. Con una mano dibuja en el aire el mapa del estero. “A pico y pala”, repite con orgullo, porque en la zona no puede meterse maquinaria.

Este lugar antes se llamaba Estero San Martín. Ahora es El Conchalito, por los concheros de los primeros pobladores. En los años ochenta había un manglar denso que vivía de la marea: el agua del mar entraba y salía por canales naturales, mantenía húmedo el suelo, oxigenaba las raíces y aportaba nutrientes. Hoy queda el 30%. Setenta por ciento se fue muriendo por el azolve y la acumulación de basura que cerraron las venas de marea. “Cuando llega a llover en la ciudad, se deslavan los cerros, la basura y todo va a ir al mar. Estas venas de marea se han tapado y ya no permiten que el agua llegue adonde llegaba antes, y esto ha tenido repercusión: el manglar se ha muerto”, lamenta Daniela. Sin circulación, el suelo se seca, se vuelve una costra dura y el manglar muere. “Como cemento, pero en tierra”, describe. “Estaba durísimo”.

Antes de meter la pala y el pico para abrir los canales, Las Guardianas se apoyaron de Costasalvaje y Leonardo Moroyoqui Rojo, responsable del manejo biológico de la restauración de manglares en la organización Humedales sustentables. El biólogo y doctor en manejo y restauración de manglares realizó un diagnóstico y concluyó que once canales de marea estaban tapados dentro del polígono. Con ese dictamen, tramitaron los permisos ante la Conanp para reabrir hasta mil metros de canales de forma manual. “Nosotras no sabíamos nada de permisos, pero ahora hacemos nuestros propios oficios; sabemos qué pedir y cómo pedirlo”, cuenta Martha. Empezaron en abril; llevan 90 metros aperturados de mil que se autorizaron.

Las Guardianas del Conchalito

Un canal hidrológico restaurado por el colectivo Guardianas del Conchalito en Baja California Sur. La organización realiza reforestación a través de la apertura de canales y el manejo de viveros de mangle rojo, negro y blanco, monitoreando su crecimiento. Este ecosistema alberga tres de las cuatro especies de manglar protegidas, así como diversas aves y crustáceos.
Foto: Eunice Adorno

El primer canal tiene su acta de nacimiento clavada en un tablón de madera clavado en el suelo. Pintada a mano, se lee la frase: «Primer canal hidrológico». La fecha: 23 de abril de 2024. Abajo, sus creadores: Guardianas del Conchalito, Costasalvaje y Conanp. Justo detrás corre la zanja angosta, con taludes húmedos; cuando sube la marea, se convierte en una garganta. El agua entra como si recordara la casa. Donde antes no llegaba, ahora trepa: se mete, moja raíces, deja un borde húmedo en el barro.

“Algo tan simple y sencillo pudo provocar un cambio tan drástico. Antes, donde no subía la marea, ahora llega la marea superalta. Además, hemos visto mucha más fauna marina; entra mucho, mucho camarón, pescado, jaiba y antes no lo veíamos tan cerca”, dice Daniela, quien camina sobre un barro ya húmedo, resbaloso, hecho lodo, que es símbolo de restauración. En la orilla, las estacas marcan un comienzo distinto: el ave chorlo pico grueso ya empieza a anidar.

El primer canal ya tuvo mantenimiento; cada año hay que darle mantenimiento. Con la marea baja, el agua se ve turbia, pero el sistema se mueve y trae tesoros: cangrejos, salicornia (género de plantas suculentas que crecen en salares), plántulas de mangle. Daniela explica lo técnico: “Tomamos medidas con mangueras para sacar niveles. Si el agua se queda estancada adentro, se sala y no sirve. Hay que darle caída para que la marea entre y vuelva a salir”. Este canal mide 46 metros, tiene 70 centímetros de profundidad y 1,5 metros de ancho.

Las Guardianas del Conchalito

Una de las 'venas' abiertas por las Guardianas del Conchalito muestra el flujo de agua en el ecosistema. La reintroducción de la circulación hídrica ha reactivado la vida en el estero, fomentando la biodiversidad y el crecimiento de la flora y fauna local.
Foto: Eunice Adorno

Más adelante, el segundo canal, abierto en 2025. Daniela señala un filo húmedo. “Hasta aquí llega ahora la marea. Donde ves el borde húmedo, antes todo era polvo”.

Todo es resultado de las Guardianas y de los jóvenes voluntarios. Para lo que falta por abrir, el plan no cambia: seguir con las juventudes en el trabajo físico; ahorita tienen la mirada puesta en un nuevo canal de un kilómetro en la zona de El Mogote. Ellas llevan permisos, logística y tiempos. Cuando toca, ellas también entran al barro.

Esto es ecoturismo

Aquí no hay camastro ni all inclusive. Tampoco venden postales ni souvenirs. Aquí, a los turistas se les pone a trabajar.

“Las ofertas de turismo en la Baja es más de apreciación: ir a visitar un paisaje, ir a estar en playa y disfrutar la belleza de la playa, pero aquí queremos ponerte a chambear, que tú te sientas útil y que vengas a dejar tu huellita y tu granito de arena en tu paso, que vengas y limpies, que conserves, que puedas llevar ese mensajito a las nuevas generaciones de poder cuidar. Entonces, es un turismo totalmente diferente”, detalla Daniela. “Nuestro turismo es un ecoturismo más enfocado en lo educativo”.

Las Guardianas reciben grupos y arman recorridos que empiezan con una frase sencilla: “Vamos al estero”. El plan no es contemplar de lejos; es entender con las manos. Lo dicen sin adorno: ecoturismo enfocado en lo educativo.

El recorrido inicia en el vivero. Doña Rosa enseña dónde sí y dónde no plantar, porque el mangle no se tira al azar. Luego, sigue el estero: avistamiento de aves, conocimiento de los canales hidrológicos y su razón de ser. Ahí se cuenta por qué se abrieron, dónde estaban tapados, qué cortó la marea.

Después viene el barro, no para la foto sino para el trabajo. Limpiar, abrir, aprender el ritmo de la pala. Visitan una zona donde hay mangles chiquitos que nacieron solos al conservar el sitio y al devolverles el agua. Y también recorren la zona donde cultivan ostión.

No es turismo de apreciación, no es ir a la playa y ya. Los turistas dejan huella: recogen, conservan, llevan el mensaje a los suyos. “Este año, hemos tenido 200 jóvenes que han tomado el tour de Guardianas, siempre con el fin de que puedan conservar, cuidar y entender la importancia de que existan estos ecosistemas y de que nosotros, que los visitamos, podamos cuidarlos”, dice Daniela. Eso queda.

Los hijos del mangle

El corazón del recorrido es también el corazón de la organización: el vivero de manglar, el primero de Baja California Sur. Lo montaron en 2023 con el apoyo de Costa Salvaje y, desde entonces, cuatro Guardianas lo atienden de manera constante. Una de ellas es Doña Rosa, que, a sus 64 años, sonríe cuando lo explica: “Soy la coordinadora del vivero. A mí me dicen que estos son mis hijitos porque cada mangle que veo crecer me da orgullo”.

Las rutinas son sencillas, pero sagradas: riego cada tercer día, mezcla de tierras con agua dulce y salada, composta y hojarasca. La primera siembra fue de ensayo y error, pero la experiencia las volvió técnicas cuidadoras.

“Al principio los regábamos solo con agua dulce y se secaban. Andrea, la hija de Martha, nos dijo que había que echarles agua salada una vez a la semana, y mire qué bonitos están ahora”, dice Rosa, mientras acaricia un tallo verde.

Las Guardianas del Conchalito

El manglar bajo el cuidado de las Guardianas del Conchalito. La restauración del ecosistema ha sido posible mediante la aplicación de técnicas sencillas y adaptadas por el colectivo.
Foto: Eunice Adorno

En el vivero conviven plántulas de mangle rojo, blanco y negro. Todas nacidas de semillas recolectadas en el mismo estero que años atrás estuvo al borde de la muerte. La meta es repoblar las zonas donde se perdió hasta el 70% del manglar por basura, químicos y azolve. Las plántulas crecerán en el vivero hasta que sus tallos resistan sol y mareas, después serán trasplantadas a los polígonos de restauración. “Se le tiene que ir echando agua salada, quitársele la sombra para que se adapte al sol y ya plantarlo”, explica Rosa.

Cada temporada, repiten el ciclo: recolectar semillas, cultivarlas en el vivero y trasplantarlas después a la zona de restauración. Con cada siembra, el objetivo es ampliar la cobertura y asegurar que el estero vuelva a tener el manglar denso que lo caracterizaba. “Esto apenas comienza”, dice Rosa. “Lo que hoy vemos chiquito, mañana será un bosque que proteja a la comunidad”.

Las Guardianas del Conchalito

Brotes de manglar en el vivero de las Guardianas del Conchalito. El colectivo aprendió a utilizar una mezcla de agua dulce y salada para el riego, una técnica que ha permitido el desarrollo de estas plántulas.
Foto: Eunice Adorno

El cultivo de ostión

El agua apenas llega a los tobillos cuando Chelis se agacha sobre los costales donde crecen los ostiones. Saca un costal, lo sacude, lo voltea y lo vuelve a acomodar. El movimiento forma parte del mantenimiento: al voltearlos cada cierto tiempo, los moluscos secan al sol y se desprenden las algas que se les pegan.

Al principio, las Guardianas del Conchalito dudaron en aceptar el proyecto. "Yo ya había estado en cultivos de ostión con OPRE, con los hombres. Era la única mujer ahí. Cuando nos ofrecieron a Guardianas el primer proyecto, no lo queríamos agarrar porque se nos hacía demasiado trabajo. Pensábamos que no íbamos a poder", confiesa. Pero se animaron. Y en mayo de 2024 levantaron la primera cosecha.

El proceso es largo: seis a ocho meses cuando se trabaja con semilla y cuatro con ostrilla. Cada costa guarda unas 120 piezas, que al final alcanzan tallas distintas según la temporada. En los restaurantes de La Paz piden el ostión más pequeño, de seis a siete centímetros, pero a otros clientes les gustan los grandes. Hoy venden la docena a 150 pesos o a 25 pesos por pieza.

Las Guardianas del Conchalito

Los ostiones representan una de las apuestas de las Guardianas del Conchalito por la diversificación económica y la sostenibilidad, un proyecto que se desarrolla en las aguas del estero.
Foto: Eunice Adorno

No todo fue sencillo. Para poder instalarse en esta zona de cultivo, a más de 20 minutos de la playa de Nayarit, tuvieron que pasar por una asamblea con OPRE, en la que algunos socios no estaban de acuerdo con que las mujeres tomaran ese espacio. “Sí, nos ponían trabas, porque aquí donde estamos es de OPRE y, para poner esto, tuvimos que hacer una asamblea con todos los socios para que nos dieran permiso”, recuerda Araceli.

A esa resistencia se sumaba la falta de lanza propia, lo que las obligaba a depender de familiares para los traslados. El aprendizaje ha sido también técnico. "Cuando a un ostión le salía una conchita, decíamos que ya no servía. Pero en un curso de sanidad nos explicaron que no, que era una almejita buscando casita. No es dañina; el producto sigue bueno", cuenta.

Las Guardianas del Conchalito

Una de las Guardianas del Conchalito trabaja en el cultivo de ostiones, un proyecto que inicialmente generó dudas en el colectivo. Hoy, esta iniciativa, con su primera cosecha en mayo de 2024, diversifica sus ingresos y simboliza su autonomía.
Foto: Eunice Adorno

La producción todavía es modesta, pero suficiente para pensar en más. Las Guardianas buscan reinvertir lo que ganan para comprar semilla nueva y abrir más espacios. El plan inmediato es que los jóvenes del colectivo puedan tener su propia parcela de cultivo, no con fines comerciales masivos, sino para mostrarla en recorridos turísticos. “Queremos que los visitantes vean lo que hacemos, que se metan al agua con nosotras y aprendan”, dice Chelis.

Hoy ya no dependen de espacios prestados. Tras gestiones con la Conanp y el delegado de pesca, consiguieron que el permiso de acuacultura quedara justo frente a ellas, en el área donde trabajan. Ahora la concesión está a nombre de las Guardianas.

Más allá del mar

Las Guardianas comprendieron pronto que no podían depender solo de la pesca ni de apoyos externos. Había que diversificar. Además del cultivo de ostión, se organizaron para cocinar y vender taquitos de pescado, aguas y botanas en eventos. El ecoturismo se volvió otro frente: no de playa cómoda ni de postales, sino de barro, pala y canales abiertos a mano. Hoy los recorridos incluyen la visita al vivero, la limpieza de canales y la experiencia de probar el ostión en la orilla.

La lógica es que entre más fuentes de ingreso, menos presión sobre el mar.

Su papel también se extendió a la defensa del territorio. En el barrio de El Manglito han tenido que enfrentar proyectos que amenazaban la costa: un residencial que quiso apropiarse de la playa con un muelle privado y un hotel boutique que cerró el acceso a un canal con bardas. No se quedaron calladas. Acudieron a asambleas, firmaron actas y presionaron hasta recuperar el paso. En su voz, la defensa suena sencilla, pero firme: el mar no se privatiza.

Ese aprendizaje se trasladó también a la relación con las organizaciones. Reconocen la importancia de las que las han apoyado, como Costa Salvaje, Mama Cash y Fondo Semillas, entre otras, pero no quieren depender de ellas. Ahora gestionan sus propios recursos y deciden en qué invertirlos. “Es cómodo depender de los demás, pero no es sano. Queremos ser autogestivas”, insiste Martha.

Esa independencia también se refleja en su postura crítica. Se oponen a proyectos que consideran un retroceso, como Espíritu te necesita. “Porque va en contra de los pescadores. Durante toda la vida nos han hostigado con áreas de no pesca y ahora quieren disfrazarlo de otra manera. No”, dice Martha con firmeza.

Las Guardianas del Conchalito

En medio del campo de ostiones, una Guardiana del Conchalito representa la fortaleza de estas mujeres que han superado obstáculos. Su trabajo en este proyecto es un símbolo de autonomía y la promesa de un futuro sostenible.
Foto: Eunice Adorno

Y lo resume en una frase que las distingue: “Los pescadores se marchitan cuando se vuelven empleados. La libertad es lo que nos distingue”.

Esa búsqueda de autonomía terminó por convertirlas en una referencia comunitaria. Vecinos llegan a pedirles ayuda con pagos de luz o con trámites de salud y vivienda. En casa de Martha se han realizado reuniones con autoridades estatales. Lo que empezó como vigilancia se convirtió también en liderazgo.

“Nosotros vivimos todos los días terminando el mes; nunca nos lo planteamos (el futuro). ¿Cómo vas a estar imaginándote la vida a 30 años? No le veo sentido, como que no vives”, dice Martha.

Para ellas, el tiempo se mide en mareas y en cosechas de ostión, en canales que vuelven a respirar y en plántulas que buscan crecer. Lo demás lo dejarán a quienes vienen detrás. Lo que sí saben es que su ejemplo ya es semilla.

Pescar distinto, vender mejor: la apuesta en el Alto Golfo de California

En la punta norte, pescadores como Alfonso Valenzuela adoptan técnicas ancestrales y sostenibles para proteger a la vaquita marina, el cetáceo más amenazado, demostrando que la conservación y un ingreso digno pueden ir de la mano, a pesar de la resistencia y los retos del mercado.

Alto Golfo de California

La costa de San Felipe se extiende a lo largo del Alto Golfo de California, un punto de encuentro entre el desierto y el mar. Esta región, rica en biodiversidad y con una profunda tradición pesquera, se enfrenta al desafío de equilibrar el desarrollo con la conservación de su frágil ecosistema.
Foto: Víctor R. Rodríguez


Por Víctor R. Rodríguez

Sopla un aire caliente desde las fauces del desierto bajacaliforniano, augurio de un verano implacable, aplastante. Alfonso Valenzuela –Poncho para todos– se alista para salir a pescar en San Felipe, un puerto enclavado en el Alto Golfo de California. No usará redes. Decidió volver al método antiguo: piola y anzuelo, así no enreda a la vaquita marina, el cetáceo más amenazado del planeta. Si el mar está de su parte, volverá con lo justo para un ingreso digno.

“Cuando recién llegamos aquí había abundancia, había de todo. Ha ido escaseando, poco a poco, por la presencia de tantas redes de pesca”, dice Poncho, con la mirada fija en el mar que lo ha visto envejecer.

Las redes prometen más volumen, aunque no siempre los montones de pescado se traducen en más dinero. Con piola y anzuelo, la historia es otra: el volumen baja, pero cada kilo de curvina, pez que solo habita en este rincón del mundo, vale más. Poncho eligió ese camino porque participa en un programa de pesca sostenible con fines de conservación impulsado desde 2022 por las organizaciones Pesca ABC y Pronatura Noroeste. Ahí aprendió técnicas como el Ike Jime, un método japonés que mantiene la calidad del pescado y lo hace más valioso en el mercado.

Ese giro en su oficio coloca a Poncho y a otros pescadores en el centro de una tensión inevitable. En el Alto Golfo de California, la pesca que alimenta a cientos de familias convive con la urgencia de conservar especies al borde de la desaparición. Salir a pescar es moverse en la cuerda floja: sobrevivir sin comprometer el futuro.

El Alto Golfo de California es una de las regiones pesqueras más productivas de México. Según datos del Instituto Mexicano de Investigación en Pesca y Acuacultura Sustentable (IMIPAS), las principales pesquerías son la de curvina golfina, cuya temporada se da de marzo a octubre; la del chano y la sierra, capturados en abril, y la tradicional pesca de camarón, entre septiembre y noviembre. En conjunto, dejan unos 72.4 millones de pesos cada año.

Alto Golfo de California

Entrevista con Alfonso Valenzuela, pescador de San Felipe, quien comparte su experiencia y compromiso con las técnicas de pesca sostenible en el Alto Golfo de California.
Foto: Víctor R. Rodríguez

A la par de su productividad, el Alto Golfo de California es también uno de los mares más vigilados y reglamentados de México. Aquí la conservación se vive al límite: las pesquerías de siempre comparten hábitat con la vaquita marina, el mamífero marino más vulnerable de México. El monitoreo científico iniciado en 1997 lo documenta con crudeza: de 567 vaquitas en la década de los noventa, en 2018 se pasó a 9, una pérdida del 95%. El dato más reciente, de 2024, estima que apenas entre seis y ocho ejemplares viven en estas aguas.

El gobierno de México, obligado constitucionalmente a protegerla y presionado internacionalmente para cumplir con ello, busca desde hace años una transición hacia artes de pesca que no condenen a la marsopa a la extinción.

Pescar distinto, vender mejor

Poncho no zarpa solo. A su lado va José Ernesto Martínez, de 60 años, conocido como Malacara, otro pescador de San Felipe que también se sumó al programa de pesca sostenible en el que hoy participan apenas 20 pescadores.

Malacara arroja el anzuelo y espera. La paciencia es parte del oficio. De pronto, un tirón. La presa se siente al otro extremo de la línea. Con un movimiento seguro, extrae al pez del agua y se lo entrega a Poncho. Él toma el cuchillo y lo hunde con precisión. No hay titubeo; la vida se interrumpe rápido, sin agonía, como manda la técnica japonesa Ike Jime.

Alto Golfo de California

Un pescador revisa su equipo C-POD (Detector de Cetáceos) a bordo de su embarcación en el Alto Golfo de California. Estos dispositivos acústicos son cruciales para el monitoreo de la vaquita marina y otras especies.
Foto: Víctor R. Rodríguez

El programa de pesca sostenible, financiado con fondos internacionales, nació en 2022 con un principio básico: estar cerca de la comunidad. Escuchar y dejar que sean los pescadores quienes digan cómo imaginan un futuro posible, cómo pescar de manera distinta, cómo hacer que la conservación no sea una palabra hueca en boca de políticos o científicos. Esa construcción colectiva, ese codiseño, constituye el primer pilar de un Área de Prosperidad Marina (APpMs): la participación comunitaria.

La capacitación se volvió central. Por primera vez, los pescadores se supieron parte de la estrategia, no simples destinatarios de órdenes. Talleres, reuniones, manos aprendiendo nuevas artes, todo suma al segundo pilar: desarrollo de capacidades. La formación dejó de ser una promesa y se convirtió en una práctica cotidiana.

Avanzar también depende de la iniciativa privada. La comercializadora El Sargazo, con sede en Ensenada, Baja California, premia el esfuerzo por la sostenibilidad al pagar hasta 3,2 veces más por kilo cuando el producto lleva la marca de trazabilidad, el anzuelo y el Ike Jime. Menos volumen, sí, pero mayor valor.

“Mientras exista esta demanda por productos que tengan estas características, capturados con anzuelos, con sacrificio e Ike Jime y con trazabilidad, más pangas se unirán al esfuerzo en el Alto Golfo”, dice la coordinadora de ciencia en pesca de Pesca ABC, Georgina Proal.

Alto Golfo de California

La cruda realidad de un vertedero de pesca clandestina, donde peces secos y muertos evidencian el impacto devastador de prácticas ilegales sobre los recursos marinos y la salud del ecosistema.
Foto: Víctor R. Rodríguez

Poncho y Malacara lo saben bien. No solo pescan, sino que también forman parte de la red que busca salvar a la vaquita marina. Apoyados por científicos, los pescadores locales son quienes zarpan y, guiados por coordenadas GPS, liberan los hidrófonos que recopilan datos para dibujar con claridad el hábitat real de la vaquita marina. Estos datos cartografiados permiten a los expertos y al gobierno de México ajustar la estrategia de conservación de la especie.

Con los hidrófonos desplegados y El Sargazo premiando el pescado trazable, hay destellos del tercer pilar de un APmM: el monitoreo y la cogestión. Pero es apenas un esbozo. Falta consolidar un sistema formal de gobernanza, construir la infraestructura mínima para operar de manera sostenida y, sobre todo, escalar la participación de la comunidad.

Ganar más pescando sin redes y ser parte de la conservación suenan a la fórmula perfecta. Pero la realidad es otra: Poncho y Malacara son excepciones. Apenas 20 hombres participan en este programa, de un padrón de mil 738 pescadores activos hasta 2024 en San Felipe, Baja California, según la Comisión Nacional de Acuacultura y Pesca (Conapesca). La proporción lo dice todo.

El mercado de peces extraídos con técnicas sostenibles, al menos por ahora, parece haberse estancado. Dos entre veinte, veinte entre miles. Una gota en el mar.

En San Felipe, mil 738 personas se dedican a la pesca, pero apenas una veintena ha apostado por técnicas sostenibles. El mercado de ese producto sigue siendo reducido y los pedidos son escasos, lo que frena que más pescadores se sumen al esfuerzo de conservación en el Alto Golfo de California. No depende de ellos ni de las organizaciones que colaboran, aun así la falta de crecimiento se siente en el bolsillo y en el ánimo. “El producto está aquí; es cuestión de colocarlo en los mercados”, dice Poncho.

En verano, la pesca legal entra en pausa. Los pescadores llaman a este periodo “el piojo”: meses de esperar y resistir hasta la siguiente temporada. Como Poncho, quienes están inscritos en el programa de pesca sostenible siguen firmes, convencidos de que pescar distinto es la forma de recuperar ese mar de abundancia que conocieron años atrás.

Alto Golfo de California

Mientras pescadores como Poncho resisten "el piojo" de la veda con artes sostenibles, este vertedero de redes ilegales en el Alto Golfo contrasta crudamente con su visión de un mar de abundancia, recordando las amenazas y la necesidad de una pesca responsable.
Foto: Víctor R. Rodríguez

Resiliencia en el manglar: Boca de Camichín frente a la amenaza climática

Tras la devastación del huracán Roslyn, la comunidad nayarita de Boca de Camichín renace de la mano de las Marismas Nacionales y del río San Pedro, forjando un modelo de desarrollo sostenible y de resistencia comunitaria. La defensa de su ecosistema es la defensa de su vida.


Por Raquel Zapién Osuna

En octubre de 2022, el huracán Roslyn puso a prueba la capacidad de resistencia y adaptación de la comunidad de Boca del Camichín. De las 500 balsas flotantes utilizadas para el cultivo de ostiones entre los manglares y las lagunas costeras de las Marismas Nacionales de Nayarit, no quedó casi nada. La magnitud de la pérdida fue devastadora, pero la respuesta comunitaria demostró una resiliencia ejemplar.

Tres años después, el paisaje ha cambiado: 430 balsas artesanales de madera flotan nuevamente sobre el agua, resguardando la producción de ostión de este año gracias al esfuerzo colectivo de los 163 socios de la Cooperativa Ostricamichin, entre ellos cerca de 40 mujeres.

Nayarit

En el paisaje costero de Boca del Camichín, una lancha y conchas de ostión reflejan la actividad ostrícola de la comunidad. Este entorno, parte de las Marismas Nacionales y alimentado por el río San Pedro, es fundamental para el desarrollo sostenible y la resiliencia de sus habitantes.
Foto: Cruz Morales

Adaptación y Prevención: La Nueva Estrategia

En octubre de 2025, la comunidad dio un paso más al formalizar su primera brigada comunitaria de gestión de riesgos, una iniciativa que promueve la cultura de prevención ante futuros embates de tormentas y huracanes, que podrían ser cada vez más frecuentes en el contexto del cambio climático. Este enfoque proactivo es crucial en una región vulnerable y sienta un precedente para otras comunidades costeras.

Pero los fenómenos meteorológicos no han sido el único desafío para esta localidad costera del municipio de Santiago Ixcuintla, Nayarit. Aquí la gente ha tenido que organizarse para mantener su principal fuente de ingresos, lo que implica proteger los bosques de manglar y la cuenca del río San Pedro Mezquital, el último río que fluye libremente en la Sierra Madre Occidental. Su aporte de agua dulce mantiene viva la marisma, un ecosistema vital en la costa del Pacífico mexicano.

De la Sobreexplotación a la Cooperación Sostenible

La historia de resiliencia de esta comunidad tiene raíces profundas. En los años 70, cuando los bancos de ostión mostraron un declive debido a la sobreexplotación, se formó la Sociedad Cooperativa de Producción Pesquera en General y Acuícola Ostricamichin a partir de un programa del gobierno federal. Los pescadores, que al principio mostraron incredulidad, terminaron por sumarse al ver que la producción silvestre ya no era suficiente, relata Óscar Guadalupe Padilla Angulo, presidente de la empresa social e hijo de Eleuterio Padilla Tapia, socio fundador. Este punto de inflexión es clave para comprender la transformación de la comunidad hacia una gestión sostenible.

Ahora, en el Estero Grande de Boca de Camichín, donde el agua dulce del río se mezcla con la salada del mar, la producción oscila entre 800 y 1.000 toneladas anuales. La mayoría se envía a Guadalajara y desde ahí se distribuye a otros puntos de la región.

El cultivo del ostión nativo (Crassostrea corteziensis) mantiene ocupados a los socios durante ocho meses al año. La pesca de camarón, escama, tiburón y langostinos complementa la economía de esta comunidad de más de mil 300 habitantes.

“Muchos ya no vamos a pescar; nos dedicamos a cosechar o al mantenimiento del cultivo; son pocos los pescadores que se dedican a pescar todo el año, pero el impacto es menor en las pesquerías”, dice el líder cooperativista.

Toda la comunidad está vinculada a la ostricultura y la pesca, ya sea como parte de la cooperativa o en actividades como la preparación de las sartas de cultivo, el acopio, el empaque o la venta directa. En estos procesos participan mujeres, infancias, juventudes y adultos mayores de la famosa “capital del ostión”.

“Es una actividad familiar; empiezan desde muy chicos a participar en la elaboración de las sartas”, comenta Heidy Zaith Orozco Fernández, directora ejecutiva del Centro para el Desarrollo Social y la Sustentabilidad Nuiwari, una asociación civil que ha acompañado a la comunidad en la defensa del territorio y en el fortalecimiento de sus capacidades organizativas.

La Batalla por el Río: Un Legado de Lucha Ambiental

Ese vínculo biocultural con su entorno natural ha convertido a La Boca del Camichín en uno de los principales bastiones de la defensa del río y de las marismas, donde se ha logrado un equilibrio entre la recuperación de sus ecosistemas y el desarrollo económico y social. La lucha más emblemática se dio contra el proyecto hidroeléctrico Las Cruces, impulsado por la Comisión Federal de Electricidad (CFE), cuyo Manifiesto de Impacto Ambiental fue autorizado por la Secretaría de Medio Ambiente y Recursos Naturales en 2014. Este conflicto es un ejemplo paradigmático de la tensión entre el desarrollo económico y la conservación ambiental en México.

Las protestas de organizaciones ciudadanas, comunidades pesqueras, campesinas y de los pueblos originarios Náayeri y Wixárika lograron frenar temporalmente el proyecto. Y aunque se han presentado estudios que demuestran su inviabilidad, la amenaza persiste porque el plan no ha sido descartado y se pretende retomarlo bajo el nombre de Presa del Nayar.

Nayarit

Un ostión nativo (Crassostrea corteziensis) en primer plano, especie central para el sustento de Boca del Camichín. Su cultivo es vital para la Cooperativa Ostricamichin, que ha forjado un modelo de adaptación y resistencia en el ecosistema de Nayarit.
Foto: Cruz Morales

En la cooperativa Ostricamichín están alertas. Asisten a las reuniones informativas para promover el proyecto y participan activamente en las consultas públicas.

“Cada que hacen una consulta, tratamos de estar ahí para defendernos y decirles que no estamos de acuerdo”, afirma Óscar Padilla.

En la Boca del Camichín existe una voluntad colectiva. “Es algo primordial: tenemos que cuidar nuestro entorno porque es de donde vivimos, nos da de comer y nos da para subsistir; además, es un lugar muy bonito”, afirma.

Fortalecimiento Comunitario y el Rol de las Mujeres

La comunidad ha tejido alianzas para fortalecer sus capacidades y su liderazgo. La asociación civil Nuiwari ha sido clave en ese proceso. Surgió durante la defensa del río San Pedro y, aunque al principio se enfocó en la defensa, hoy sus estrategias están orientadas al fortalecimiento de las estructuras comunitarias para enfrentar sus dificultades, explica Heidy Orozco.

Uno de los logros más recientes fue la formalización, en octubre, de la primera brigada comunitaria de gestión de riesgos, encargada de elaborar un plan de acción que les indicará qué hacer antes, durante y después de la llegada de un fenómeno hidrometeorológico. La formación de esta brigada es un paso concreto hacia la autonomía y la autogestión de la comunidad ante emergencias.

Nayarit

Ostricultores de Boca del Camichín cosechan en Estero Grande, donde la mezcla de agua dulce del río San Pedro y salada del mar crea un entorno óptimo. Esta labor, esencial para la economía local, es un pilar de la gestión sostenible en las Marismas Nacionales.
Foto: Cruz Morales

A petición de las mujeres de la comunidad, recientemente se empezó a trabajar con las infancias para prevenir futuras adicciones. El primer paso fue crear el club infantil “Los Ostiones”, en el que se les habla sobre sus derechos, el medio ambiente y las mochilas de emergencia. En este mismo espacio también se trabaja en otro proyecto estratégico: la inclusión y el reconocimiento de las mujeres en el sector pesquero. El empoderamiento de mujeres y niños es fundamental para el desarrollo integral y la continuidad del proyecto comunitario.

Como parte de ese esfuerzo, en abril de 2025, las mujeres de La Boca del Camichín fueron anfitrionas del Primer Encuentro de Mujeres Ribereñas y del Mar. Hospedaron en sus casas a pescadoras del noroeste del país para reflexionar sobre el papel de la mujer en la cadena de valor, que a menudo no es remunerado ni reconocido. Y el 11 de octubre de este año, durante otro encuentro que también fue sede, se conformó la Red de Mujeres Ribereñas y del Mar de Nayarit. La creación de esta red representa un avance significativo en la visibilización y el reconocimiento del trabajo femenino en el sector pesquero regional. Según una reciente investigación de Xavier Basurto, publicada en Nature, cuatro de cada diez pescadores en el mundo son mujeres. Pueden ser parte del negocio familiar —esposas, madres, hijas— o simplemente mujeres de la comunidad contratadas para hacer el trabajo. Actualmente, con el apoyo de WWF y Nuiwari, se busca fortalecer los procesos de la cooperativa y promover la inclusión de las mujeres.

Nayarit

En Boca del Camichín, niños participan en talleres del club "Los Ostiones", promoviendo la conciencia ambiental y sus derechos. Esta iniciativa busca fortalecer a las nuevas generaciones en la defensa y el cuidado de su entorno natural, incluyendo las Marismas Nacionales y el río San Pedro.
Foto: Cruz Morales

El Futuro Flota en Cada Balsa

Todas estas acciones complementan el trabajo de vigilancia, limpieza y conservación que las familias de la comunidad realizan en coordinación con la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp), responsable de la gestión de la Reserva de la Biosfera Marismas Nacionales Nayarit. Esta área protegida abarca 133 mil 854 hectáreas y concentra cerca del 20 % de los manglares del país, lo que la convierte en un humedal de importancia mundial (Ramsar) que abarca cinco municipios. La protección de este sitio Ramsar es de valor global y esencial para la biodiversidad y la mitigación climática.

Mientras tanto, la vida en La Boca del Camichín transcurre entre los ostiones que se cultivan en las marismas y los que se sirven frescos, en tamales, sopas o empanadas, a quienes visitan el lugar por su gastronomía y sus actividades ecoturísticas.

Nayarit

Un ostricultor de la Cooperativa Ostricamichin explica el proceso de cultivo de ostión en Boca del Camichín. Su conocimiento transmite las técnicas y el arraigo a una actividad que ha permitido a la comunidad reconstruirse y adaptarse a los desafíos, manteniendo viva la tradición ostrícola.
Foto: Cruz Morales

En la cooperativa Ostricamichín tienen la esperanza de instalar una planta de ahumado de ostiones para dar valor agregado a su producción y generar empleo para los jóvenes. Estuvieron cerca de lograrlo, pero el huracán Roslyn destruyó más del 90 % del cultivo y dañó las instalaciones, lo que detuvo el proyecto. La materialización de este proyecto podría ser un motor económico clave para la comunidad, diversificando sus ingresos y asegurando la participación de las nuevas generaciones.

Para retomarlo, los cooperativistas han regresado a la pesca ribereña, reiniciado los cultivos y comenzado a reconstruir. Como la cooperativa, se quedó sin fondos y tuvo que recurrir a ahorros personales.

“Pensábamos que no nos íbamos a levantar”, recuerda el presidente de la organización. Pero lo lograron.

PRESENTE

¿Es posible salvar el Golfo de California?: La lección de prosperidad de Cabo Pulmo


Por Iván Carrillo y Aminetth Sánchez

Un modelo innovador impulsado por científicos mexicanos propone transformar la conservación marina en un motor del bienestar social. Los desafíos son muchos, pero el éxito de una pequeña comunidad costera en Baja California Sur se erige como un faro de inspiración.

La Reforma

Amanecer sobre Bahía Santa María, Sinaloa. Foto: Ramón Eduardo Hernández Montoya


El camino a Cabo Pulmo serpentea entre el desierto y el mar. Desde La Paz, Baja California Sur, la carretera se abre paso entre cerros bajos y saguaros gigantes. A lo lejos, los espejismos prometen agua donde solo hay suelo ardiente. Incluso el paisaje sonoro es árido: el crujir de las llantas, el golpeteo de las piedras, el polvo que levanta el viento. Hasta que el asfalto termina y comienza la terracería. A ratos, el mar asoma al fondo, una línea azul que brilla entre la tierra y el cielo.

En la camioneta, Octavio Aburto va de copiloto. Deja que el aire le pegue en la cara y sonríe levemente mientras se acerca a su destino. Ha recorrido este camino durante más de dos décadas, las mismas que lleva monitoreando los arrecifes y acompañando la recuperación del lugar. Lo saludan jóvenes guías que aprendieron a bucear cuando él ideaba cómo medir la vida marina. Para muchos aquí, Aburto no es solo el científico que documentó la recuperación del arrecife: es parte de la historia que la hizo posible.

Biólogo marino y fotógrafo, ha dedicado su vida a observar el pulso del Golfo de California. Como pocos, conoce el paraíso en todos sus rincones, pero también la profundidad de sus heridas. A través de su cámara, Cabo Pulmo es un reflejo de la abundancia y el movimiento: morenas escondidas entre corales púrpuras, peces multicolores frente a las anémonas, torbellinos de jureles que giran como una sola criatura plateada, mitológica. Una historia que sus investigaciones han confirmado y un mensaje que se repite en los foros de conservación como un caso ejemplar: en este rincón del mar, la vida regresó.

No fue un milagro, sino el resultado de un trabajo colectivo que demostró que la restauración ecológica y el bienestar social pueden avanzar de la mano. Hoy, mientras el Golfo de California enfrenta una crisis ambiental, lo ocurrido en este pequeño arrecife del sur de la península se erige como punto de partida de un nuevo modelo de gestión marina: las Áreas de Prosperidad Marina (APpMs).

¿Es posible salvar el Golfo de California?

Después de casi tres décadas sin pesca en Cabo Pulmo, la biomasa marina aumentó un 463% Scripps de Oceanografía. El arrecife, antes al borde del colapso, es hoy un referente de recuperación ecológica global.
Crédito: Octavio Aburto

El arrecife que volvió a nacer

A mediados de los 90, cuando las redes comenzaron a regresar vacías, los pescadores decidieron hacer lo impensable: dejar de pescar para darle al mar una segunda oportunidad. Fue un acto de fe sin garantías, porque pescar “era lo único que sabíamos hacer”, dice Judith Castro, miembro de la familia Castro, fundadora de Cabo Pulmo.

Pero el sacrificio valió la pena. Hoy, el sitio vive del buceo, del turismo sustentable y de otros servicios locales que atienden a 40 mil visitantes anuales atraídos por el arrecife, lo que genera una derrama económica de unos 8 millones de dólares anuales para una población de poco más de 200 personas.

Las imágenes que suben a sus redes los miles de buzos tras su visita al lugar son el reflejo de la abundancia del sitio donde habitan más de 300 especies de peces. Tiburones toro, tigres y martillo patrullan sus aguas; rayas cruzan el horizonte; cinco de las siete especies de tortugas marinas del planeta llegan aquí a desovar. En invierno, las ballenas jorobadas asoman sus colas antes de continuar su viaje. Todo se mueve, todo parece respirar.

Octavio Aburto
Octavio Aburto

La familia Castro, pionera en Cabo Pulmo, en una época donde la pesca era sustento principal. Décadas después, impulsaron la prohibición de la pesca para salvaguardar el arrecife.
Foto: Cortesía Judith Castro

La ciencia lo constata. En 2009, tras diez años de monitoreo, Octavio Aburto, junto con su equipo, confirmó que la biomasa en el arrecife se había incrementado un 463%.

Por desgracia, Cabo Pulmo brilla en soledad.

Alguna vez llamado “el acuario del mundo”, el Golfo de California, que aún aporta entre el 40% y el 70 % de la pesca de México, muestra señales inequívocas de agotamiento. La literatura científica advierte que la mayoría de sus pesquerías están plenamente explotadas o en riesgo de sobreexplotación, con especies clave como tiburones, camarones, huachinangos y dorados sometidas a una presión extractiva insostenible.

La crisis se agrava con el desplazamiento de especies, como la sardina, que comienza a abandonar el Golfo rumbo al Pacífico debido al aumento de la temperatura marina, que ha aumentado hasta 1 °C en la última década, y con la desaparición de los grandes depredadores que antes equilibraban los ecosistemas. Hoy, la biomasa se concentra en los niveles más bajos de la cadena alimenticia, un fenómeno conocido como fishing down the food web, que revela cómo un mar rebosante de vida se ha ido vaciando de su esencia.

El ecólogo marino Fabio Favoretto, quien retoma 25 años de observaciones desde la línea base de 1998-1999, lo corrobora. En los resultados preliminares de su más reciente monitoreo, realizado en el verano de 2025, se reporta que en zonas emblemáticas como Loreto y La Paz el número de peces se ha reducido casi a la mitad. “Mientras un ecosistema saludable debería mantener alrededor de cuatro toneladas de peces por hectárea —advierte—, hoy apenas registramos entre una y una tonelada y media”.

Cabo Pulmo

Monitoreo científico reciente en el Golfo de California: un área antes dominada por sargazo ahora exhibe coral. Esto evidencia la tropicalización acelerada del ecosistema por el cambio climático.
Crédito: Fabio Favoretto

Mucho más que un problema ecológico

El deterioro del Golfo de California rebasa los límites de los problemas ecológicos. “La degradación de la naturaleza conlleva la degradación social —advierte Alejandro Robles, director de Noroeste Sustentable—, porque no se genera riqueza y se deteriora la economía de las comunidades”.

Más allá de Cabo Pulmo y de sus centros turísticos, el Golfo revela un mosaico de pueblos pesqueros al borde de la subsistencia, donde la pesca artesanal —único medio de vida para miles de familias— enfrenta un doble filo: regulaciones necesarias para proteger los ecosistemas, pero que también reducen las oportunidades laborales y aumentan la precariedad. A ello se suma la exclusión histórica de los pescadores de los procesos de toma de decisiones: sus voces cuentan poco en la gestión de las áreas naturales protegidas, lo que genera desconfianza y resistencia.

Sin alternativas económicas y con servicios básicos deficientes, muchas comunidades viven entre la incertidumbre y la resignación. El turismo descontrolado, los conflictos por el acceso a la tierra y al mar y la falta de infraestructura agravan un escenario de vulnerabilidad.

¿Las causas? La historiadora ambiental Micheline Cariño, profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de Baja California Sur, lo resume así: “El agotamiento de los mares se le achaca a los pescadores, pero en realidad todos hemos contribuido: el gobierno, al impulsar la pesca industrial; las empresas, al invertir más capital; y los consumidores, al comer pescado como si se criara en una granja”.

Cabo Pulmo

"Los pescadores son los más afectados: empresas y consumidores se adaptan, ellos pierden el sustento", afirma la historiadora ambiental Micheline Cariño. Un pescador en su hogar de la ensenada de La Paz.
Foto: Iván Carrillo

Y remata: “Ellos son quienes más sufren las consecuencias. El consumidor cambia de menú, la empresa busca otro negocio, el gobierno extrae otra cosa… pero los pescadores ya no tienen de qué vivir”.

Favoretto resume con crudeza la urgencia del momento: “La opción no es 'seguimos adelante o protegemos'. No hay un punto intermedio. Es simple: o colapsamos o protegemos y tal vez nos salvamos”.

El equilibrio y la advertencia

A la orilla del camino, Manuel Enrique Castro despide a sus clientes. Tiene 39 años; es hijo y nieto de pescadores. Hoy dirige una tienda de buceo con seis embarcaciones y un equipo de diez personas. Cada año atiende a unos 1500 turistas bajo una regla estricta: no más de dieciocho buzos por turno. “No se trata de trabajar por trabajar —dice—, hay que saber trabajar, porque no somos burros”.

Unos metros más allá, Adriana Sofía Santa Ana, de 27 años, guía grupos de snorkel. Estudió turismo alternativo y lo resume con humor: “Aquí todos somos todólogos”. Ha visto orcas, ballenas azules, tortugas laúd y hasta un tiburón tigre. “Cada vez que sales es mágico, pero también frágil”.

El equilibrio que sostiene Cabo Pulmo se tensa. Cada vez llegan más extranjeros con capital para abrir resorts o espacios turísticos. Muchos locales se asocian con ellos para sobrevivir, pero en esa alianza las ganancias suelen escapar del pueblo. En temporada alta, algunos bajan los precios o relajan las reglas para atraer a los visitantes.

Estrategias que, según las cifras, funcionan. Si en 2006 recibió 3 600 visitantes, en 2019 la cifra era de 26 000. Hoy se habla de 40 000 al año. Un número que amenaza la capacidad del ecosistema.

Desde el restaurante de su hijo, Mario Castro, uno de los fundadores del parque, mira el horizonte. “Tanto que nos costó y ahora lo están vendiendo al mejor postor”, lamenta. Perdió una pierna, pero sigue coordinando salidas de buceo. Sus hijos y nietos permanecen aquí. “A veces pienso en irme, pero ellos no quieren dejar este lugar”, confiesa.

Cabo Pulmo

Lanchas turísticas en la playa de Cabo Pulmo, Baja California Sur. El creciente ecoturismo, con más de 40,000 visitantes anuales, desafía la capacidad del ecosistema recuperado.
Foto: Eunice Adorno

La playa retrocede, las lanchas van y vienen, los precios se disparan. Los desarrollos turísticos avanzan disfrazados de sustentabilidad, mientras las redes sociales muestran un mar perfecto. En Cabo Pulmo, el problema dejó de ser sobrevivir a la escasez: ahora es aprender a administrar la abundancia.

“No le llamo éxito porque el éxito puede ser efímero. Prefiero decir que es un ejemplo de conservación marina con base comunitaria. Porque el día en que dejemos de cuidarlo, ese éxito se acaba. Pero mientras sigamos aquí, cuidando, educando y peleando, este lugar seguirá vivo. Y si logramos que otras comunidades también lo estén, entonces todo esto habrá valido la pena”, dice Judith Castro.

PASADO

El acuario del mundo agotado


Por Iván Carrillo y Aminetth Sánchez

Saqueado sistemáticamente desde el siglo pasado, el Golfo de California es hoy el reflejo de malas políticas públicas, de la desatención institucional y, sobre todo, de la concepción errónea de que se trataba de un recurso infinito.


Cuando Micheline Cariño habla del Golfo de California, su voz va de la admiración a la indignación. Vive frente a él. Lo contempla todos los días. Lo estudia como historiadora, lo defiende como ambientalista y lo padece como testigo de una larga cadena de abusos. “El saqueo es terrible en el Golfo de California”, dice la profesora e investigadora de la Universidad Autónoma de Baja California Sur. “Y ante la evidencia de la disminución de la pesca, la respuesta tecnocientífica y política ha sido: métanle más tecnología y saquen lo que queda. Es una falta de consideración absoluta hacia la resiliencia, una ceguera frente a los límites”.

Durante buena parte del siglo XX, el Golfo de California fue visto como un edén marino por su profusión de vida: más de 800 especies de peces, 92 de ellas endémicas, siete de tortugas marinas y el 40 % de los mamíferos marinos del planeta.

No obstante, desde tiempos coloniales, la región fue tratada como una reserva de recursos lista para ser vaciada. “Al mar siempre se le vio como un almacén, como un stock al que podías meter la mano una y otra vez sin consecuencias”, dice Cariño, directora y coautora de los cuatro volúmenes de Nuestro mar, quizá la obra más completa sobre la historia ambiental del Golfo de California.

Foto: Octavio Aburto

El Golfo de California es un mar de alta biodiversidad. Sus ecosistemas albergan miles de especies marinas, incluyendo ballenas, tiburones y corales, hasta tortugas y peces.
Foto: Octavio Aburto

Un mar saqueado

Las heridas del Golfo de California llevan más de un siglo abiertas. El primer ciclo extractivo tuvo el brillo engañoso de las perlas y el nácar, el “oro blanco” del siglo XIX. Con la llegada de la escafandra mecanizada, los bancos de ostras fueron explotados hasta su extinción en 1940. Luego vinieron el tiburón, la sardina y el camarón. Cada auge industrial dejó tras de sí un mar más vacío.

“Los pescadores ribereños participaron, pero, empujados por el mercado, los subsidios y la política. El sistema entero se organizó para extraer, no para cuidar”, explica Cariño.

El resultado fue un ecosistema desangrado. La construcción de la presa Hoover en 1936 en los Estados Unidos cortó el flujo del río Colorado, alteró la dinámica del Alto Golfo y llevó al colapso a especies emblemáticas como la totoaba y la vaquita marina, víctimas también del tráfico internacional. En apenas cinco décadas, la biomasa total del golfo cayó entre 60 y 80% y hoy seis de cada diez pesquerías están sobreexplotadas o en colapso.

Cabo Pulmo

Desde el siglo XIX, el Golfo de California ha sido una fuente de recursos. Hoy enfrenta una crisis: el 60% de sus pesquerías están sobreexplotadas o en riesgo de colapso.
Foto: Octavio Aburto

El mar y su gente

El cambio climático ha terminado por agravar la crisis. Según investigaciones recientes, el sector central del Golfo registró un aumento promedio de 1 °C en la temperatura del agua durante la última década. Suficiente para alterar el equilibrio de un ecosistema entero, pues el calor afecta al plancton microscópico que, a su vez, alimenta la vida marina. Lo que puede desencadenar, si no ya lo ha iniciado, un efecto en cadena que impacta a todo el ecosistema: menos alimento para los peces pequeños, menos peces para los grandes y un mar cada vez más silencioso.

De la mano de la pérdida de biodiversidad, desaparece la cultura de la pesca, otra fuente de vida del Golfo de California. “Lo que se pierde no es solo biodiversidad, sino también la bioculturalidad pesquera”, dice Cariño. “No solo es un trabajo; es una vida, una cultura. Es toda la identidad la que se pierde cuando se destruyen los recursos pesqueros”. En ese contexto, Cabo Pulmo comenzó su historia.

“La historia de Cabo Pulmo en un principio no es tan color de rosa como se cuenta, pues los pescadores sufrieron durante los primeros diez años, ya que todo estaba prohibido, pero el ecosistema aún no se había recuperado.”


El dilema de la comunidad

Antes de convertirse en un modelo mundial de conservación, Cabo Pulmo era un pequeño pueblo de pescadores. Pero a mediados de los años ochenta comenzaron a observar un fenómeno cada vez más frecuente: “Mi padre y mis hermanos salían a pescar y muchas veces regresaban sin nada —recuerda Judith Castro—. Pedían prestado para la gasolina y solo volvían con la deuda”.

La familia Castro llevaba generaciones ligada al arrecife. El abuelo, Jesús Castro Fiol, fue uno de los primeros buzos perleros de la zona. Cuando las conchas se agotaron, se convirtió en pescador de escamas y sus hijos heredaron esa vida. Con la escasez, los jóvenes como Mario Castro tuvieron que adentrarse cada vez más en el mar para encontrar algo que pescar.

Cabo Pulmo

Judith Castro de niña con otros miembros de la comunidad y con un tiburón martillo recién pescado en Cabo Pulmo. La pesca era el pilar de la comunidad, y Judith fue una de las fundadoras del parque marino.
Foto: Cortesía Judith Castro

Fue entonces cuando investigadores de la Universidad Autónoma de Baja California Sur empezaron a visitar la comunidad. Llegaban con libretas y cámaras, tomaban muestras, conversaban con los pescadores y hablaban de la fragilidad del arrecife. “Sabíamos que era un jardín precioso, pero no sabíamos qué tan importante era”, dice Judith. La relación con los científicos se fue consolidando hasta que, con la ayuda de la bióloga Gabriela Anaya y el profesor Óscar Arizpe, los pescadores decidieron solicitar al gobierno la creación de un área protegida. El 6 de junio de 1995 se publicó el decreto que dio origen al Parque Nacional Cabo Pulmo.

El inicio fue duro. La pesca quedó prohibida y nadie sabía “hacer otra cosa”. “Fueron años muy difíciles —recuerda Judith—, porque el área cerrada era de 7000 hectáreas y el ecosistema aún no se había recuperado”. Octavio Aburto coincide: “La historia de Cabo Pulmo no fue tan color de rosa al principio. Los pescadores sufrieron los primeros diez años, cuando todo estaba prohibido y todavía no se veía la recompensa”.

Con el tiempo, el mar respondió. Los corales volvieron a crecer, los peces regresaron y los tiburones reaparecieron. “Mi papá decía que estábamos locos —cuenta Mario—. Pero un día le llevé dinero del buceo y le dije: ‘Es de usted, de su panga’. No lo podía creer”.

Pero la bonanza biológica despertó el apetito de otros depredadores: el proyecto turístico Cabo Cortés, con miles de cuartos de hotel, campos de golf y una marina frente al parque. La lucha contra el desarrollo turístico fue “un punto de inflexión”, recuerda Judith Castro. Se convocaron medios de comunicación, se hicieron pláticas, se asesoraron legalmente e, incluso, viajaron a España, origen del proyecto turístico, para defender el arrecife. La resistencia devino movimiento y se venció al gigante. “Ahí Cabo Pulmo se volvió famoso en el mundo —dice Judith—. Todos querían venir a conocer el arrecife que había sido salvado por su comunidad”.

Cabo Pulmo

El biólogo marino Octavio Aburto, profesor del Instituto Scripps de Oceanografía, en Cabo Pulmo. Su investigación en el 2009 documentó el aumento de la biomasa tras la creación del parque.
Foto: Eunice Adorno

Repetir el modelo

Lo que empezó como una decisión de la comunidad —dejar de pescar para salvar el arrecife— terminó ofreciendo una lección empírica sobre cómo la prosperidad ecológica y la social podían avanzar juntas. Octavio Aburto y el grupo de científicos que acompañaron el proceso entendieron que el éxito debia estudiarse en profundidad: había que desmenuzarlo, identificar sus componentes y convertirlo en un modelo replicable. La pregunta fue: ¿cómo se gestaron el liderazgo local, la cohesión social, el uso práctico de la ciencia y, sobre todo, los beneficios tangibles para la gente?

La respuesta desde la academia es la de las Áreas de Prosperidad Marina (APpMs), un modelo de gestión que busca entender y construir, para otras regiones, las condiciones que hicieron posible Cabo Pulmo. Un sitio que, como describe Octavio Aburto, supo pasar de la “teoría a la práctica” llevando la restauración ecológica y el bienestar humano al mismo ritmo. Un logro cuantificado en dinero, sí, pero que va más allá de lo económico. “En Cabo Pulmo hay prosperidad porque no hay vandalismo, no hay prostitución, no hay alcoholismo… hay una sociedad más robusta y equitativa”, dice Aburto.

Cabo Pulmo demostró que conservar también puede significar prosperar.

Francisco Mejía y Brandon Joya, prestadores de servicios en Cabo Pulmo. Este arrecife pasó de la sobrepesca al ecoturismo tras su declaración como Parque Nacional Marino en 1995.
Foto: Eunice Adorno

FUTURO

De los "parques de papel" a la prosperidad real


Por Iván Carrillo y Aminetth Sánchez

Ante la crisis del Golfo de California, científicos identifican 30 zonas prioritarias que, cubriendo solo el 1% del mar mexicano, podrían proteger el 37% de sus hábitats críticos y aumentar los ingresos locales hasta en un 70%.


No sorprende que la idea de la prosperidad como punto de partida para la restauración ecológica haya nacido en Cabo Pulmo. O, más exactamente, en su arrecife. Bucear allí es entrar en una sinfonía de vida: cardúmenes que se mueven como espejos líquidos, tiburones que emergen entre jureles, corales que laten con un pulso propio. Para quien ha visto los arrecifes agotados de Cancún o Puerto Vallarta —donde la ausencia de peces se ha vuelto paisaje—, la experiencia es casi un viaje en el tiempo: así eran los mares antes del colapso.

Las fotografías de Octavio Aburto lo documentan con elocuencia. Pero si el fotógrafo supo capturar la abundancia, el científico ha logrado explicar su origen. Lo que hace único a Cabo Pulmo no es solo su biodiversidad, sino también la red de diversidades que la sostiene: biológica, cultural, social y económica. “Cabo Pulmo probó que el océano puede sanar si se le da tiempo y respeto”, afirma Aburto.

A partir de esa experiencia, los científicos han comprendido que no basta con proteger el ecosistema: también hay que proteger la vida que depende de él.

Cabo Pulmo

Un buzo en medio de un banco de peces en Cabo Pulmo, imagen de Octavio Aburto. Refleja la recuperación de la vida marina, consolidándose como ícono global de conservación.

Con una suerte de ingeniería social inversa, analizaron el caso para comprender sus piezas, su proceso y su replicabilidad. De ese aprendizaje surgió el concepto de las Áreas de Prosperidad Marina (APpMs), que propone un nuevo marco científico para conciliar la restauración ecológica con la prosperidad económica y social de las comunidades costeras.

El punto de partida de esta idea fue una constatación crítica: durante años se creyó que proteger el mar bastaría para mejorar la vida de quienes dependen de él. Pero la evidencia ha mostrado lo contrario. Demasiadas Áreas Marinas Protegidas (AMP) se convirtieron en simples “parques de papel”: polígonos declarados, sin vigilancia, sin financiamiento ni monitoreo científico, y sobre todo sin beneficios tangibles para las comunidades locales.

En la actualidad, menos del 5 % de las AMP en México muestra una recuperación ecológica comprobable, y a nivel global, siete de cada diez fracasan total o parcialmente. Particularmente en el Golfo de California, un estudio sobre su eficacia señala que de los 23 300 km² de áreas protegidas, solo Cabo Pulmo cumple con sus objetivos de conservación.

Frente a este panorama, la propuesta es un modelo de conservación con rostro humano que rompa con la tradición de medir el éxito únicamente en toneladas de peces o en hectáreas protegidas. Su métrica central es la prosperidad socioecológica: lugares donde la gente puede vivir bien sin agotar sus entornos. “El objetivo —dice el ecólogo marino Fabio Favoretto— es construir bienestar para regenerar el mar, no esperar que el mar regenere el bienestar”.

Vista aérea del Golfo de California y la costa de Baja California Sur. Bajo su superficie, el 70% de las pesquerías están sobreexplotadas, los corales sufren estrés térmico y los ecosistemas costeros pierden resiliencia.
Foto: Eunice Adorno

PASO A PASO

EL ÍNDICE BLUE SPOT

Blue Spots
Blue Spots
Blue Spots
Blue Spots
Blue Spots
Blue Spots

Localizar los Blue spot

Durante años, la conservación marina se centró solo en la ecología, buscando “hotspots” de biodiversidad para crear áreas protegidas. Pero ese enfoque dejaba fuera a las comunidades costeras. Al reconocer esta limitación, los investigadores ampliaron la mirada hacia los “bright spots”, demostrando que el éxito también dependía de la gobernanza local y de la capacidad social.

Uno de los ejes innovadores de la propuesta de las APpMs es el concepto de “Blue Spots”. Esta visión integra la biología, la gobernanza y la viabilidad económica, identificando zonas donde ya existen economías no extractivas —como el turismo de buceo, la observación de fauna o la acuacultura sustentable— que generan ingresos y favorecen la conservación a largo plazo.

Cabo Pulmo

Un grupo de viajeros contempla una ballena emergiendo en las aguas del Golfo de California. El turismo de observación de fauna marina no solo ofrece experiencias inolvidables, podría funcionar como un motor económico vital para las comunidades costeras, promoviendo la conservación y el desarrollo sostenible en la región.
Foto: Octavio Aburto

Precisamente por ello, uno de los grandes retos de los investigadores ha sido detectar los lugares con condiciones reales para un modelo sostenible basado en los nueve pilares de las APpMs participación comunitaria, gobernanza sólida, inversión social, educación ambiental, monitoreo y más.

Para ello, los científicos crearon el Índice Blue Spot, una herramienta que analiza factores ecológicos (biodiversidad, hábitats críticos), sociales (cohesión, pobreza, gobernanza) y económicos (infraestructura, conectividad, diversificación productiva).

Cabo Pulmo

José Luis Alameda Álvarez, fundador de OPRE, lidera la protección marina en El Manglito, La Paz. Su organización, creada en 2016, aumentó el callo de hacha de 60,000 a 3 millones en 2015.
Foto: Eunice Adorno

De esta manera, el litoral mexicano se dividió en más de 300 cuadrantes costeros de 120 km² cada uno —el doble del tamaño de la isla de Manhattan—. En cada uno, se evaluó el potencial para alinear prosperidad ecológica con bienestar humano.

¿El resultado? Un mapa de oportunidades para el desarrollo ecológico y social sin precedentes: 30 zonas prioritarias que cubren solo el 1% del mar territorial, pero podrían proteger hasta el 37% de los hábitats críticos (manglares, pastos marinos, arrecifes). Además, estas áreas podrían aumentar los ingresos comunitarios en más del 70% en una década, gracias a actividades económicas sostenibles como el ecoturismo y la pesca responsable.

Octavio Aburto, investigador del proyecto, lo resume así:

“Cualquier sitio del Golfo de California que logre una buena gobernanza y fomente economías azules puede alcanzar —o incluso superar— el éxito de Cabo Pulmo, aunque tenga menos recursos ecológicos.”

El horizonte del 30×30

Mientras el mundo intenta cumplir con la meta global del 30×30 —proteger el 30 % del planeta para 2030—, Cabo Pulmo demuestra que la conservación puede ser también motor de bienestar. El siguiente paso, dice Octavio Aburto, es escalar la experiencia: “Estamos pensando que se puedan crear diez Áreas de Prosperidad Marina en los próximos diez años, y que esas diez áreas en el Golfo de California ayuden a cien comunidades a detonar crecimiento económico y bienestar social”.

Aunque no todos comparten el entusiasmo. La historiadora ambiental Micheline Cariño advierte que ningún modelo puede aplicarse de igual manera en todos los lugares: “Cada comunidad tiene su idiosincrasia, su historia, su problemática, su gente y sus propias expectativas”. Lo que funciona en Cabo Pulmo —añade— no necesariamente funcionará en La Reforma o en El Manglito. Su advertencia es clara: la prosperidad no se impone. Los procesos verticales, dice, “empobrecen a la gente, humanamente y moralmente”. La única vía sostenible es el trabajo hiperlocal, horizontal y participativo, basado en el respeto y el conocimiento profundo del territorio. “Hay que conocer a las personas, su contexto y su historia; generar lazos de confianza y, luego, dialogar para codiseñar lo que necesitan”.

Catalina López-Sagástegui, directora del Programa de Golfo de California del Instituto de las Américas y parte del equipo que impulsa las APpMs, coincide al señalar que cada comunidad define su propio bienestar. “Lo que funciona para Cabo Pulmo no necesariamente funciona para Punta Abreojos, por ejemplo”. Aunque las estadísticas del INEGI ayudan a medir el progreso, advierte que hay que atender “lo subjetivo” de esos indicadores. En algunas comunidades, el desarrollo puede significar un muelle o calles pavimentadas; en otras, como Cabo Pulmo, mantener su entorno intacto forma parte del bienestar. “Las dos son válidas —dice—, porque la prosperidad no se impone: se construye a partir de lo que cada comunidad valora”.

Cabo Pulmo

Aracely Méndez, Guardiana del Conchalito, trabaja en su cooperativa en Baja California Sur. Sus acciones incluyen la vigilancia y denuncia contra la tala ilegal, pesca furtiva y basureros.
Foto: Eunice Adorno

Aburto identifica, además, el desafío del financiamiento sostenible. Casi todas las comunidades que hoy se citan como ejemplo —Cabo Pulmo, El Manglito, La Reforma— comenzaron con subsidios temporales o con fondos filantrópicos pequeños. Mantener esos procesos durante una década —tiempo mínimo que se estima necesario para comenzar a hablar de una recuperación ecológica y social— requiere una arquitectura financiera que hoy no existe. “Necesitamos inversiones que respiren al ritmo de la naturaleza, no al de los ciclos políticos”, dice.

Otro reto es convertir la teoría en gobernanza real y alinear los tiempos ecológicos con los humanos. Los ecosistemas marinos tardan décadas en recuperarse, pero las comunidades necesitan ingresos inmediatos. Esa falta de sincronización puede quebrar los proyectos. “No basta con declarar áreas; hay que habitarlas con futuro”, advierte el economista Ricardo Cantú, también coautor de la propuesta.

Alejandro Robles, presidente de Noroeste Sustentable, apunta al fondo del problema: “Hemos dividido el mundo en lo ambiental, lo social y lo económico. Ese ha sido el error: no pensar de manera sistémica e integral”. Y esta integración debe considerar el trabajo en equipo. Para Aburto, la única salida es la acción colectiva: “El gobierno no va a poder solo. Las comunidades no van a poder solas. Los empresarios tampoco. Los científicos no vamos a poder solos. Si no hay acción conjunta, no lo vamos a lograr”.

Decidir hoy el Golfo de 2050

En Cabo Pulmo, el mar sigue marcando las jornadas. Mario Castro revisa los tanques, da instrucciones a los guías y organiza las salidas de buceo. Su hijo Bryan prefiere la pesca; a veces lo acompaña su hijo Liam, de seis años. “Le fascina la pesca al chamaco”, dice con orgullo. Tres generaciones unidas por el mismo horizonte: el mar.

Esa escena resume lo que hoy significa Cabo Pulmo: la continuidad del cuidado. La comunidad que ahora vive de mostrar y proteger el arrecife que ellos mismos llegaron a agotar en el pasado. Pero esa prosperidad es frágil. Cada nuevo hotel en la costa, cada lancha sin control, cada visitante que ignora la historia del lugar pone a prueba el equilibrio.

Cabo Pulmo

Mario Castro y su nieto Lian Castro en Cabo Pulmo, representando dos generaciones de conservación. Dejaron la pesca para preservar el ecosistema, transformándolo en un referente global de recuperación marina.
Foto: Eunice Adorno

En tres décadas, el pueblo pasó de ser un caserío de pescadores a un laboratorio vivo de conservación. Las familias que antes salían con redes hoy operan cooperativas, tiendas de buceo, restaurantes y proyectos educativos. Las mujeres lideran y los jóvenes se preparan. Pero el éxito trae nuevas presiones: el turismo crece, las aguas se calientan, los corales muestran estrés. Frente a ello, la comunidad vuelve a organizarse, como hace treinta años. “La conservación no se defiende una vez; se defiende todos los días”, recuerda Judith Castro.

En otros lugares costeros del golfo comienzan a escucharse ecos de esa transformación. Son comunidades que quieren seguir la ruta: proteger, aprender, prosperar. No buscan copiar el modelo, sino adaptarlo a su propio ritmo. “La prosperidad no es una receta —dice Aburto—. Es un proceso que empieza con la gente y termina en el mar”.

El futuro del Golfo de California no está garantizado, pero se juega ahora. Cada niño que entiende que el mar no es inagotable define el rumbo de las próximas décadas. Quizá algún día Liam cuente la historia: que su abuelo fue pescador, que su padre buceó con tiburones y que él aprendió a proteger el arrecife que los tres compartieron. Tal vez entonces el mar vuelva a hablar, no como advertencia, sino como promesa cumplida.